El oro perdido de los aztecas
El 8 de noviembre de 1519, Hernán Cortés se personó ante el rey azteca Moctezuma II en nombre del rey Carlos I de España, en Tenochtitlán, con una fuerza compuesta por 5 jinetes y 13 arcabuceros. Una vez allí parece que cautivó al jefe de los nativos, siendo invitado por éste a instalarse en el esplendoroso palacio de su padre Axayácatl. En este punto la leyenda negra y la leyenda rosa pugnan por llevar la razón, pero al margen de lecturas rupturistas, lo cierto es que aquel fue el comienzo del fin del imperio azteca y el origen de la leyenda que nos concierne.
Durante el tiempo que permanecieron allí los invasores, Moctezuma II les dio permiso para construir un altar cristiano en el interior del citado palacio, obra de la que se encargaría el soldado Alonso Yáñez. Mientras realizaba su tarea, éste se topó con una puerta tapiada; presto, avisó a Cortés y éste mandó a varios hombres echarla abajo. Fue el cronista Bernal Díaz del Castillo (1492-1584) quien narró lo que sucedió a continuación: "…secretamente se abrió la puerta: y cuando fue abierta, Cortés con ciertos capitanes entraron primero dentro, y vieron tanto número de joyas de oro y planchas, y tejuelos muchos, y piedras de chalchihuites y otras grandes riquezas, y luego lo supimos entre los demás capitanes y soldados, y lo entramos ver…".
Al parecer, aquella era la cámara del tesoro de Axayácatl. Sacarlo de Tenochtitlán, que era por supuesto la idea de los españoles, no iba a ser tarea fácil: mientras se incrementaba la hostilidad de los aztecas, a pesar del discurso conciliador de Moctezuma II –ya en calidad de prisionero de los conquistadores–, a Hernán Cortés le llegó la noticia de que el gobernador Diego Velázquez había procedido a confiscar todos sus bienes en la isla de Cuba, poniéndose al frente de un ejército para apresar al extremeño. Ello obligó a Cortés a salir de la capital azteca y hacer frente a dicho embate, saliendo victorioso y regresando meses después.
Su ausencia, sin embargo, había sido nefasta para los intereses españoles, ya que al mando de Pedro de Alvarado la guarnición española se había atrincherado en torno al tesoro mientras los aztecas clamaban venganza. De nuevo Moctezuma II subió a los muros del palacio para intentar calmar los ánimos, pero recibió una pedrada de la muchedumbre que le hirió de gravedad. Falleció tres días más tarde. Otras fuentes apuntan que murió apuñalado por los españoles…
Ante la imposibilidad de marcharse con todo el tesoro, Cortés dio orden de cargar únicamente con la quinta parte, la que correspondía por ley a Carlos V, valorada en unos ciento treinta y dos mil pesos. Eso, y todas aquellas joyas que cada uno de sus hombres fuese capaz de portar durante la huida.
Aquello pintaba mal y mal terminaría: en la noche del 30 de junio de 1520 los españoles iniciaron la marcha, ralentizada a causa del excesivo peso en joyas y metales pesados que portaban en sus pertrechos. El oro iba en un carro tirado por caballos y custodiado por el capitán Juan Velázquez León.
Sin embargo, fueron descubiertos por una mujer nativa que estaba recogiendo agua y que dio la voz de alarma. Entonces tuvo lugar una verdadera carnicería en la que los aztecas diezmaron a las tropas españolas, un episodio que pasó a la historia como la Noche Triste. Los aztecas recogieron todas las riquezas caídas: discos de oro, joyas y ricas pedrerías, y también las armas de sus enemigos.
Cortés se salvó in extremis, aunque tuvo que someterse a la justicia española, y desde entonces el célebre oro de Moctezuma pasó a convertirse en una obsesión de aventureros y buscavidas. La venganza hispana fue terrible y la batalla de Otumba, el 7 de junio de 1520, el paso previo a la caída del imperio azteca. Los españoles, obcecados con hallar de nuevo el oro, saquearon todo a su paso, y el tesorero Julián de Alderete hizo que se torturase al último emperador, Cuauhtémoc, quemando sus pies con aceite hirviendo. Acabó por confesar que cuatro días antes habían arrojado el oro a una laguna.
Los españoles rastrearon su fondo, pero tan sólo encontraron pequeñas cantidades del precioso metal. Sin embargo, los conquistadores no cejaron en el empeño: en 1575, Martín Cortés, segundo marqués del Valle de Oaxaca e hijo de Hernán, financió varias expediciones, aunque sin éxito. En 1637 el indígena Francisco de Tapia se presentó ante el virrey de la Nueva España y, asegurando ser descendiente de aztecas, le mostró un dibujo en el que se recogía la supuesta ubicación del oro perdido, que se encontraba: "…en la Laguna Grande de San Lázaro entre el peñón de los Baños y el Marqués, en un pozo en el que era costumbre bañarse antiguamente". Si dio con el mismo nunca se supo. La fervorosa búsqueda, no obstante, continuó siglos después.
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