La extraña historia del Doctor Torralba
En el siglo XVI los viajes no eran precisamente rápidos. La gente se trasladaba a lomos de acémila o de caballo, o caminando, que era como se desplazaba el común de los mortales. Y, sin embargo, hubo un personaje singular, el doctor Eugenio Torralba, que se atrevió a viajar de otra sorprendente manera. En una noche de mayo de 1527, Torralba voló por los aires desplazándose desde Valladolid hasta Roma
La mayoría de los documentos fijan el nacimiento de Eugenio Torralba en la ciudad de Cuenca, de donde era su familia, emparentada con el Almirante de Castilla D. Fadrique Enríquez. Estudió teología y medicina, pero pronto se le quedó chica la Península y marchó a Italia, donde imperaba una libertad de pensamiento que mezclaba la formación clásica con otros conocimientos más heterodoxos, como la astrología y las ciencias ocultas. De hecho, los miembros de la curia eran expertos en el saber hermético y en artes de oscuro origen. Como protegido de Francesco Soderini, cardenal de Volterra, Torralba ejerció la medicina y amplió sus estudios en Roma y en la universidad de Ferrara, codeándose con los más altos personajes de la corte y del clero en un ambiente en el que se mezclaban las conspiraciones políticas con el Agnus Dei, el poder con el capelo cardenalicio y los evangelios con la cábala. Era una época en la que las altas jerarquías de la curia llevaban una vida disoluta, disfrutando de todo tipo de lujos y placeres mundanos. La corrupción de valores y costumbres estaba tan extendida que dio pié a que se acuñara la famosa frase de Roma veduta, fede perduta. Es decir, "vista Roma, perdida la fe". En aquellos tiempos se podía ser cardenal y llegar a Papa sin haber sido tan siquiera ordenado sacerdote, de manera que la púrpura cardenalicia se repartía como generosa dádiva entre los familiares del pontífice y los miembros de las más poderosas familias italianas. O españolas, que el valenciano Rodrigo Borja terminó sentado en el trono de Pedro en 1492 con el nombre de Alejandro VI. Su apellido italianizado derivó en Borgia, y fue padre de los famosos César y Lucrecia Borgia, entre otros vástagos. Entonces no era nada raro que tuvieran numerosa prole con sus favoritas, aunque la cristiandad se escandalizara ante tanta relajación. De hecho, el antecesor de Rodrigo Borja en la silla pontificia, el Papa Inocencio VIII, tuvo dieciséis hijos, y una letrilla popular le cantaba burlonamente: "Engendró ocho bastardos y otras tantas muchachas/con razón puede Roma llamarle padre".
Esa era la Italia en la que Eugenio Torralba se formó, estudiando hebreo y astrología, aprendiendo el arte de la quiromancia y adentrándose en las ciencias ocultas para ampliar sus conocimientos. Su mentalidad le hizo adoptar un cierto escepticismo doctrinal cuando no defender directamente algunas ideas heréticas, como negar el carácter divino de Jesucristo o la inmortalidad del alma. Fue en Roma donde se hizo con "Zequiel", un espíritu familiar que se le aparecía como un joven de rubios cabellos, vestido con ropas encarnadas y sobreveste negra. Pero no lo obtuvo por medio de hechizos y sortilegios, sino como regalo de fray Pedro, un dominico agradecido a las manos curadoras del sabio doctor. Según el fraile, Zequiel era un ángel bueno y espíritu de inteligencia, y se lo cedió generosamente al sabio doctor. Parece que el espíritu aceptó servir a Torralba, comprometiéndose con la fórmula: "yo seré tuyo mientras vivas y te seguiré a donde quiera que vayas", según consta en las actas del proceso inquisitorial, dirigido en Cuenca por el inquisidor Ruesca.
En el Renacimiento, contar con el servicio de un espíritu familiar no era algo demasiado sorprendente. Ya lo tuvo el propio Sócrates en sus tiempos, y personajes como Lutero, Zuinglio y Gerónimo Cardano se jactaron de contar con la ayuda de uno de estos ángeles benefactores y serviciales. Tampoco eran desconocidos los asombrosos viajes por los aires, y no solo los atribuidos a las volanderas brujas untadas de mágicos ungüentos, sino otros realizados incluso por respetables miembros del clero. Así, se hablaba de los sorprendentes vuelos de Antidio de Besanzon y de Máximo de Turín, y se recordaba incluso el tradicional viaje por los aires de Carlomagno entre España y Francia. De manera que el doctor Torralba no ocultó nunca la existencia de Zequiel desde que lo tuvo por compañero, sirviéndose de su ayuda para predecir el porvenir, viajar rápidamente por los aires y adentrarse en el conocimiento de los poderes curativos de plantas y pócimas. Nadie se escandalizó porque tuviera tan extrañas compañías, y mucho menos en aquella Roma heterodoxa y relajada. Consta en los anales de la Inquisición, en declaración de Torralba, que el propio cardenal de Volterra, admirado por el asunto del servicial espíritu, pidió al doctor que se lo mostrase. Requerido para ello, éste se apareció con su habitual vestimenta roja y negra ante los asombrados ojos del prelado.
El saco de Roma
En el año 1527, Eugenio Torralba era ya un médico afamado, además de notorio adivino, fino cabalista y reputado nigromante. Había sido médico de la corte de Fernando el Católico, se codeaba con los más altos poderes de la Iglesia y de las monarquías europeas, y formó parte del séquito que acompañó a la princesa Isabel de Portugal en su viaje a Sevilla para casarse con el emperador Carlos V. Y, por supuesto, en esas fechas hacía ya largo tiempo que tenía a Zequiel por compañero.
Aquel mes de mayo de 1527, Torralba se encontraba en Valladolid, donde se instalaba la corte a la espera de que la emperatriz Isabel diera a luz al primogénito imperial, el que sería príncipe de las Españas y pasaría a la historia con el nombre de Felipe II. Plebe y nobleza se debatían entre la esperanza y los nervios ante el histórico acontecimiento, cavilando si el primogénito sería varón o hembra, y rezando para que el parto llegara a feliz término. Pero esta zozobra en nada preocupaba al adivino Torralba, que ya había vaticinado a la bella Isabel que su primer hijo sería varón.
Una noche, Zequiel se apareció al doctor con la noticia de que, al día siguiente, las tropas imperiales capitaneadas por el duque Carlos de Borbón, asaltarían la ciudad de Roma. Torralba no quiso perderse el acontecimiento y pidió al espíritu que le llevara a la ciudad de los césares. Para ello se alejaron caminando de la villa hasta adentrarse en los primeros bosquecillos. Allí, el ente le tendió un nudoso palo y le dijo: "Cierra los ojos, no tengas miedo, ten eso en la mano y no te resultará mal alguno". Así lo hizo Torralba y se encontró alzado por los aires entre nubes de extraño resplandor, sobrevolando el mar a veces a tan baja altura que creyó poder tocar sus aguas con los dedos. Cuando Zequiel le hizo aterrizar, se encontraba en Roma, concretamente en Torre de Nona. El viaje había durado exactamente una hora. Torralba recorrió las calles contemplando el asalto de las tropas del emperador, el pillaje y las violaciones, el saqueo de los palacios cardenalicios y los incendios que arrasaban la ciudad. Vio caer muerto al duque de Borbón, Condestable de Francia, y vio huir despavorido al propio Papa Clemente VII, que se refugió en el castillo de Sant'Angelo aterrorizado por la furia de las tropas, convertidas en una horda bárbara que pasaba a cuchillo a la población en una orgía de sangre, rapiñando sin apuro el oro y la plata de las iglesias. Aquel terrible 6 de mayo de 1527 pasó a la historia con el nombre del "saco de Roma" para referirse al brutal saqueo de la capital de los Papas, perpetrado por los propios ejércitos del emperador de la cristiandad, Carlos V.
Una vez presenciados los espantosos sucesos, Eugenio Torralba regresó a Valladolid de la misma forma en que había ido: por los aires, agarrado a una nudosa caña guiada por su espíritu . Según recoge D. Trifon Muñoz y Soliva en su Historia de Cuenca de 1867, el viaje de vuelta duró hora y media. Como es lógico, en la ciudad castellana nadie tenía noticia de lo que acababa de suceder en Roma. Tendría que pasar algo más de una semana para que llegaran los primeros mensajeros, portadores de tan vergonzosas novedades que enturbiaron la alegría por el nacimiento del heredero imperial, venido por fin al mundo el 21 de mayo tras un laborioso parto de dieciséis horas. Pero Torralba contó anticipadamente todo lo que había visto, y cuando su narración se vio confirmada hasta el último detalle por la llegada de los correos, su fama de adivino y nigromante alcanzó las más altas cotas.
El extraño carácter de Zequiel
Hay muchos tipos de espíritus familiares, desde los lares romanos a los duendes domésticos, pero el caso de Zequiel es verdaderamente singular. Lo más habitual en la mentalidad de entonces era que estos espíritus del trasmundo emergieran convocados por extraños conjuros, vinculándose a su señor mediante el establecimiento de un pacto diabólico. Al menos, eso es lo que se empeñaron en demostrar con brutal aplicación los clérigos de la Inquisición cuando detuvieron a Torralba en 1528, convencidos de que todo espíritu servía a los intereses del maligno. Pero Zequiel no era así. Ya lo definió fray Pedro como un ángel bueno cuando se lo cedió, y así lo defendió Torralba una y otra vez a pesar del tormento que le aplicaron. Explicó incluso que el espíritu le reprendía afeándole su conducta cuando era pecaminosa, le decía que no debía cobrar dinero por hacer el bien a los enfermos e incluso le acompañaba a la iglesia cada vez que iba a oír misa. Y de pacto, nada, que Zequiel era un espíritu libre, de carácter más bien esquivo y orgulloso de su independencia. Tan solo prestaba sus servicios por amistad a la persona que depositara en él su confianza, pero siempre lo hacía según su voluntad. Por eso no siempre contestaba a lo que se le preguntaba, se aparecía cuando así lo decidía aunque no hubiera sido convocado y, en cambio, en otras ocasiones no lo hacía a pesar de ser requerido para ello.
Fueron muchas las veces en las que Zequiel demostró su carácter independiente. En 1520, estando en Barcelona, Torralba decidió hacer un rápido viaje a Roma gracias a la volatinera ayuda de su espíritu. A su llegada, visitó al cardenal de Volterra y al prior de la Orden de San Juan. Ambos personajes, maravillados por los asombrosos poderes del doctor, le suplicaron que les cediera al etéreo espíritu que los hacía posibles. Generoso y agradecido por la protección que el cardenal siempre le había dispensado, Torralba quiso satisfacer esos deseos, pero Zequiel se negó en redondo a pasar al servicio de cualquiera de esos dos señores, por lo que siguió con el doctor.
Algo similar ocurrió, curiosamente, con el mismísimo cardenal Cisneros. Parece que el prelado, enterado de la historia del cardenal de Volterra, le pidió a Torralba que convocara a Zequiel para que pudiera verlo. Lo intentó el doctor con toda su buena voluntad, pero el espíritu no quiso aparecerse en forma visible. A cambio, para no contrariar al poderoso cardenal, Zequiel le vaticinó, a través de Torralba, que sería nombrado rey, como así ocurrió a efectos prácticos cuando Cisneros fue designado Gobernador General de todas las Españas y de las Indias.
Los portentos de Torralba
Son muchos los prodigios que el doctor Eugenio Torralba llevó a cabo, según consta en variados documentos y en las actas de su proceso inquisitorial. Lo interesante del caso es que, dado su círculo de relaciones, involucran a encumbrados personajes, tanto del clero como de la nobleza, y es curioso ver citados en relación con estos portentos a cardenales, reyes y nobles cuyos nombres figuran en los libros de historia.
A pesar de su carácter independiente y esquivo, Zequiel fue lo suficientemente comunicativo con su señor y amigo como para que Torralba vaticinara numerosos acontecimientos. Ya en 1510, formando parte de la corte del rey Fernando el Católico, comunicó al Gran Capitán, Gonzalo Fernández de Córdoba, y al cardenal Cisneros, que el monarca recibiría malas noticias procedentes de África. Al día siguiente llegó el correo dando cuenta de la muerte de D. García de Toledo, hijo del duque de Alba, caído en tierra de moros. En ocasiones, los avisos de Zequiel servían para que alguien salvara la vida, aunque a veces llegaban tarde. Esto último ocurrió cuando, estando en Roma, comunicó a Torralba que su amigo Pedro Margano moriría si salía de la ciudad. Torralba buscó a su amigo para prevenirle, pero no dio con él. Al día siguiente se encontró el cadáver de Margano, hecho pedazos fuera de Roma.
Tras la muerte del rey Fernando el Católico en 1516, estando Torralba en Italia, supo por Zequiel que se avecinaban guerras civiles en su patria provocadas por el levantamiento de los comuneros, y el doctor lo puso en conocimiento del cardenal de Volterra y del duque de Béjar, que lo comunicó rápidamente al cardenal Cisneros. Poco después estalló la guerra de las Comunidades de Castilla. También predijo el trágico final del cardenal de Sena, que murió en 1517, ajusticiado por orden del Papa León X. Por supuesto, no todas las predicciones que hacía eran tan fúnebres. Por ejemplo, vaticinó al cardenal valenciano Francisco Remolinos que sería rey, y lo fue en la práctica al ser nombrado virrey de Nápoles.
Los poderes de Zequiel no se limitaban al conocimiento del futuro. Ya sabemos de su notable capacidad para desplazarse velozmente por los aires. Además de las visitas aéreas a Roma ya señaladas, en los documentos del Santo Oficio consta otro viaje de Torralba, desde Roma a Venecia, para ver a su amigo Tomás de Becara. Zequiel transportó al doctor con tal rapidez que estaban de vuelta antes de que sus amigos romanos se hubieran dado cuenta de su partida. También intervenía el espíritu en asuntos de dinero, haciendo que Torralba se encontrara la bolsa llena de ducados cuando antes estaba vacía. En cierta ocasión, Camilo Rufini pidió a Torralba que le ayudara a ganar en el juego, y Zequiel le dotó de una cédula escrita con extraños caracteres, gracias a la cual ganó cien ducados, aunque el espíritu le advirtió que no jugara en el siguiente cuarto de Luna porque perdería. Otro amigo jugador, D. Diego de Zúñiga, le solicitó idéntica ayuda, y Torralba le entregó una cédula escrita un miércoles, día de Mercurio, con sangre de murciélago. Parece que D. Diego no se conformó con las ganancias del juego y, estando con Torralba en Barcelona, se enteró de que, según antiguas leyendas, había un tesoro escondido en una casa de la localidad y convenció al doctor para que lo buscaran. Allí fueron y Zequiel ratificó la existencia del olvidado tesoro, pero se negó a rescatarlo indicando que dos espíritus encantados lo protegían y todavía no había llegado el momento de sacarlo a la luz.
También tenía Zequiel su punto de humor. A veces, tanto Torralba como su espíritu terminaban un tanto hartos de que, en cualquier reunión a la que fueran, se les pidiese la realización de prodigios y apariciones como si se tratara de un número de feria. Entonces se permitían alguna broma. En este sentido recoge D. Luis Pinello en su Liber Fatetiarum et similitudinum que, estando en una reunión en Madrid, en casa del licenciado Vargas, un invitado importunaba sin cesar a Torralba para que hiciera emerger al demonio. Cansado de tanta insistencia, "hizo salir entre unas hierbas un hombrecico muy penado y peinado, con una espadica", que se dio una vueltecica y desapareció entre los matojos.
El proceso
Torralba se había pasado media vida mostrando a Zequiel a obispos y cardenales, pronosticando el futuro a nobles y prelados sin que nunca se iniciara causa alguna contra él. Incluso el cardenal Cisneros, que fue Inquisidor General, conocía la existencia del espíritu y se benefició de sus poderes adivinatorios sin censurar por ello a Torralba. Tuvo que mediar una denuncia malintencionada para que la Inquisición persiguiera a Torralba por unos hechos que no solo eran del conocimiento general sino que habían convertido al doctor en un personaje famoso y solicitado por las cortes europeas. La denuncia, como casi siempre ocurre, partió de uno de sus más íntimos amigos, ese don Diego de Zúñiga al que había ayudado a lucrarse mágicamente en el juego. Parece que el tal don Diego se arrepintió de su vida pecadora volviéndose creyente fanático y escrupuloso, por lo que denunció a su antiguo amigo.
Ello provocó el encarcelamiento de Torralba bajo la autoridad del Tribunal de la Inquisición de Cuenca cuando se iniciaba el año 1528. En un principio no se portaron demasiado mal con él, en gran medida gracias a las buenas relaciones que Torralba mantenía con el clero y la nobleza. Le preguntaron sobre la existencia de Zequiel, y el doctor contó sin reservas cómo llegó a su poder el benévolo espíritu, dando cuenta de sus viajes aéreos y de sus acertados vaticinios. Pero el asunto se complicó cuando se airearon las ideas que defendió el doctor en su juventud italiana, por las que se le acusó de escéptico pirronista y hereje arriano. Fue entonces cuando los torturadores se dedicaron con ahínco a quebrantarle el cuerpo y el ánimo con los suplicios de la cuerda y el trebejo, intentando que reconociera la esencia diabólica de Zequiel y la existencia de un pacto satánico con el tal espíritu. Sin embargo, nada pudo doblegar la persistencia de Torralba en afirmar que Zequiel era un ángel bueno y que el único vínculo que les unía era la voluntad libre y servicial del espíritu. No había, por tanto, pacto de ningún tipo ni ejercía el doctor poder alguno de convocatoria sobre él. Declaró, incluso, que Zequiel se le seguía apareciendo en las mismísimas mazmorras de la Inquisición, sin que él pudiera evitarlo pues el espíritu era libre en su conducta, y que lo máximo que podía hacer era no escucharlo cuando hablara. Entre las muchas preguntas que le hicieron estaba, claro es, la más obvia: que si Zequiel, tan certero adivino, le había vaticinado su encarcelamiento en Cuenca por el Santo Oficio. Torralba contestó que bastante le había dicho su fiel espíritu, advirtiéndole que se cuidara mucho de regresar a Cuenca pues le iría muy mal. Los inquisidores no pudieron sustraerse a la tentación de preguntar a Torralba qué opinaba Zequiel de Martín Lutero y de Erasmo, odiados por el clero por ser los más temibles reformadores de la Iglesia. Según el historiador Muñoz y Soliva, no hubo intervención del espíritu en la respuesta, y sí mucha habilidad de Torralba al contestar que Zequiel reprobaba a los dos, añadiendo que Lutero era muy mala persona y Erasmo muy astuto y capaz para gobernarse.
Tras más de tres años de cárcel y torturas, se dictó la sentencia que le condenaba a la consabida abjuración de sus errores pasados y a no comunicarse de ninguna forma con el espíritu Zequiel ni a dar oídos a cualquier cosa que este le dijese. Y, además, a sufrir pena de cárcel por el tiempo de diez años, y a la pena del sambenito. Con esta palabra, sambenito, se designaba el capotillo o escapulario que estaban obligados a llevar los penitentes arrepentidos a través de los tribunales de la Inquisición, y deriva del término "saco bendito", cuando en tiempos anteriores y más duros consistía en un burdo saco de arpillera en lugar de capelina o escapulario.
El Inquisidor General, por aquel entonces, era Manrique de Lara, quien precisamente había añadido varias categorías a la lista de temas denunciables al Santo Oficio, entre ellas las artes mágicas, adivinatorias y astrológicas y la posesión de espíritus familiares. El Inquisidor y Torralba se conocieron tiempo atrás, en Valladolid, cuando ambos coincidieron en la corte del emperador Carlos V. Y se dice que, entonces, Torralba predijo a Manrique que sería nombrado cardenal, cosa que ocurrió efectivamente en febrero de 1531. El cumplimiento de ese venturoso vaticinio probablemente ablandó el corazón del inquisidor Manrique, llevándole a firmar poco después el indulto de Eugenio Torralba. o
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