El apocalipsis de la cruz de Hendaya
Visitamos un extraño monumento vinculado con el anuncio de un cataclismo inminente. Pacro González
En 1926, cuando no había transcurrido ni una década del fin de la Primera Guerra Mundial, París era un hervidero de jóvenes pintores e intelectuales, seducidos por la despreocupación y la bohemia que habían convertido a la capital francesa en cuna de la creatividad mundial.
En general, aquellos años felices –o locos– son recordados por haber promovido la mejor generación de artistas de vanguardia, un puñado de enamorados de la experimentación que rechazaban todo lo que tuviera que ver con el pasado. Sin embargo, no todos ellos decidieron volver la espalda a la tradición.
En los cafés de la ciudad, algunos de aquellos jóvenes coincidían con artistas veteranos que habían sobrevivido al terrible conflicto que desangró a Europa y con grupos volcados en asuntos esotéricos u ocultistas. Aunque entre estos últimos abundaban los embaucadores y otros personajes con dudosas intenciones, una minoría estaba legítimamente interesada en perpetuar el intangible legado de alquimistas como Flamel y Pernety. En este contexto y en aquel mismo año, las librerías francesas recibieron la primera y muy limitada edición –apenas trescientos ejemplares– de El misterio de las catedrales, un libro fascinante que hoy, noventa años después de su publicación, continúa siendo objeto de interesantes estudios y apasionados debates.
UN ENIGMA RECIENTE
«Es tarea ingrata e incómoda, para un discípulo, la presentación de una obra escrita por su propio Maestro. Por ello, no me propongo analizar aquí El misterio de las catedrales ni subrayar su belleza formal y su profunda enseñanza. A este respecto, confieso muy humildemente mi incapacidad y prefiero dejar a los lectores el cuidado de apreciarlo en lo que vale, y a los Hermanos de Heliópolis el gozo de recoger esta síntesis, tan magistralmente expuesta por uno de los suyos. El tiempo y la verdad harán todo lo demás.
Hace ya mucho tiempo que el autor de este libro no está entre nosotros. Se extinguió el hombre. Sólo persiste su recuerdo. Y yo experimento una especie de dolor al evocar la imagen del Maestro laborioso y sabio al que tanto debo, mientras deploro, ¡ay!, que desapareciera tan pronto. Sus numerosos amigos, hermanos desconocidos que esperaban de él la solución del misterio Verbum dimissum, le llorarán conmigo». Escrito por Eugène Canseliet, el párrafo anterior, como el resto del prólogo de El misterio de las catedrales, constituye una de las escasas pistas para tratar de desvelar la verdadera identidad del autor del libro, pues éste se ocultó tras el pseudónimo de Fulcanelli. Otra pista visible tiene que ver con el artista que ilustró el manuscrito, ya que, al igual que Canseliet, el conocido pintor ocultista Julien Champagne se confesaba discípulo y albacea del enigmático firmante, al parecer un anciano aristócrata y alquimista con quien ambos habrían contactado brevemente y en circunstancias un tanto extrañas.
Precisamente, tanto Canseliet como Champagne están en la lista de pretendidos artífices verdaderos de El misterio de las catedrales, nómina que completan el afamado librero Pierre Dujols, el físico e inventor Jules Violle, el célebre astrónomo Camille Flammarion, J.-H. Rosny aîné (pseudónimo del escritor belga Joseph Henri Honoré Boex), los alquimistas Alphonse Jobert y François Jollivet-Castelot, y hasta el mismísimo conde de Saint Germain, a quien algunos ocultistas atribuían haber vivido trescientos años o incluso logrado la inmortalidad.
UN PASADO FABULOSO
A propósito de lo anterior, Louis Pauwels y Jacques Bergier, en su conocida obra El retorno de los brujos, sugerían que Fulcanelli vivió mucho más de lo que afirmaron sus discípulos. O eso se deduce de la conversación que Pauwels mantuvo con un alquimista en un café parisino, charla en la que éste desvelaba al escritor que Fulcanelli seguía vivo: «Se puede vivir infinitamente más de lo que imagina el hombre que no ha despertado. Y se puede cambiar totalmente de aspecto. Yo lo sé. Mis ojos saben. Sé también que la piedra filosofal es una realidad. Pero se trata de un estado de la materia distinto del que conocemos. Este estado, como todos los otros estados, es susceptible de mediciones».
En el mismo capítulo, Jacques Bergier sostenía que Fulcanelli y otro alquimista se habrían dedicado a visitar a los más conocidos físicos nucleares entre las dos guerras mundiales, hipótesis que Bergier vinculaba con el verdadero objetivo de El misterio de las catedrales: «Para Fulcanelli, la alquimia sería el lazo con civilizaciones desaparecidas hace milenios e ignoradas por los arqueólogos. Naturalmente, ningún arqueólogo tenido por serio y ningún historiador que goce de igual reputación admitirán la existencia en el pasado de civilizaciones poseedoras de una ciencia y de una técnica superiores a las nuestras. Pero una ciencia y una técnica avanzadas simplifican hasta el extremo los aparatos, y acaso tengamos ante los ojos sus vestigios y no sepamos verlos como tales. Ningún arqueólogo y ningún historiador serio podrán realizar excavaciones capaces de aportar alguna luz al respecto, sin una previa e intensa formación científica.
Quizá la especialización de las disciplinas, consecuencia necesaria del fabuloso progreso contemporáneo, nos oculte algo fabuloso del pasado», concluía el co-autor de El retorno de los brujos.
En lo esencial, la especulación de Bergier –sobre la que volveremos después– nos acerca al argumento de El misterio de las catedrales, uno de los libros más citados por los estudiosos del esoterismo en relación con la arquitectura. Veamos por qué.
SIMBOLOGÍA HERMÉTICA
No son pocos los eruditos que han desvelado el significado de los símbolos presentes en las catedrales góticas y en otras obras arquitectónicas erigidas durante los últimos siglos de la Edad Media, si bien la mayoría de estos comentaristas explicaron dichas representaciones desde una perspectiva cristiana. Al contrario, Fulcanelli, en su libro, proporcionaba una visión muy distinta de estos edificios, pues asumía que los constructores de catedrales encriptaron en las mismas un código oculto vinculado con la alquimia y la cábala, un mensaje ancestral y hermético sólo al alcance de un escogido grupo de iniciados.
Al referirse a este código o «doble lenguaje», Fulcanelli utiliza el vocablo argot, término que asocia con la denominación arte gótico. «Para nosotros, arte gótico (art gothique en el original en francés) es más que una deformación ortográfica de la palabra 'argótico' (argothique), cuya homofonía es perfecta de acuerdo con la 'ley fonética' que rige, en todas las lenguas y sin tener en cuenta la ortografía, la cábala tradicional. La catedral es una obra de arth goth o de argot. Ahora bien, los diccionarios definen argot como 'una lengua particular de todos los individuos que tienen interés en comunicar sus pensamientos sin ser comprendidos por los que les rodean'. Es, pues, una cábala hablada (…) Todos los Iniciados se expresaban en argot, lo mismo que los truhanes de la Corte de los milagros y que los Frimasons o francmasones de la Edad Media, 'posaderos del buen Dios', que edificaron las obras maestras argóticas que admiramos en la actualidad». Pero El misterio de las catedrales contiene mucho más que juegos de palabras más o menos hábiles…
INFILTRACIÓN PAGANA
A propósito de Nótre-Dame de París, Fulcanelli la describe como «asilo inviolable de los perseguidos y sepulcro de los difuntos ilustres. Es la ciudad dentro de la ciudad, el núcleo intelectual y moral de la colectividad (…) Por la abundante floración de su ornato, por la variedad de los temas y de las escenas que la adornan, la catedral aparece como una enciclopedia muy completa y variada –ora ingenua, ora noble, siempre viva– de todos los conocimientos medievales. Estas esfinges de piedra son, pues, educadoras, iniciadoras primordiales», subraya el escritor ocultista que, obviamente, también se detiene en el significado oculto de los símbolos concretos que adornan éste y otros templos franceses. Así, en relación con el laberinto, uno de los elementos que muestran la infiltración de temas paganos en la iconografía cristiana, Fulcanelli recuerda los que adornan las iglesias de Sens, Reims, Auxerre, Saint-Quentin, Poitiers, Bayeux y, claro está, el célebre de Chartres.
Refiriéndose a los mismos y citando a Marcellin Berthelot, escribe que «el laberinto es 'una figura cabalística que se encuentra al principio de ciertos manuscritos alquímicos y que forma parte de las tradiciones mágicas atribuidas al nombre de Salomón. Es una serie de círculos concéntricos, interrumpidos en ciertos puntos, de manera que forman un trayecto chocante e inextricable'. La imagen del laberinto se nos presenta, pues, como emblemático del trabajo entero de la Obra, con sus dos mayores dificultades: la del camino que hay que seguir para llegar al centro –donde se libra el rudo combate entre las dos naturalezas–, y la del otro camino que debe enfilar el artista para salir de aquél. Aquí es donde necesita el hilo de Ariadna si no quiere extraviarse en los meandros de la obra y verse incapaz de encontrar la salida».
A lo largo de las páginas de su libro, Fulcanelli disecciona muchos otros símbolos, deteniéndose en edificios emblemáticos como la citada Nótre-Dame de París y su homóloga de Amiens, pero también en enclaves menos conocidos como Bourges, la ciudad del Berry que fuera capital europea de la alquimia durante la Edad Media. Llamativamente, a Fulcanelli no le interesa la espectacular catedral de Saint-Étienne, sino un edificio civil mucho más modesto, la mansión Lallemant, «una de las más seductoras y raras moradas filosofales», sentencia el alquimista.
En su búsqueda de rastros menos evidentes de la «obra argótica», Fulcanelli se va alejando del centro de Francia, dedicando las últimas páginas de su libro a un objeto arquitectónico minúsculo y perdido en la remota frontera vasco-francesa…
MENSAJES SINIESTROS
«Al salir de la estación, un camino agreste flanquea la vía del ferrocarril y conduce a la iglesia parroquial, situada en el centro de la población. Sus muros desnudos, flanqueados por una torre maciza, cuadrangular y truncada, se yerguen sobre un atrio levantado a la altura de unos pocos escalones y circundado de árboles de tupida fronda. Es un edificio vulgar, pesado, reformado, carente de interés. Sin embargo, cerca del lado sur del crucero y disimulada bajo las masas verdes de la plaza, se levanta una modesta cruz de piedra, tan sencilla como curiosa». Así describió Fulcanelli sus primeras impresiones al llegar a Hendaya, la histórica localidad ubicada en la frontera entre Francia y el País Vasco, y observar por vez primera el crucero que se convertiría en protagonista de su estudio y de otros posteriores igualmente interesantes.
Incluso hoy, las someras indicaciones de Fulcanelli son suficientes para llegar hasta la iglesia de San Vicente, junto a la cual se ubica la conocida como «cruz de Hendaya» o «cruz cíclica de Hendaya». Si acaso, el «camino agreste» es ahora una carretera perfectamente asfaltada y los «árboles de tupida fronda» han perdido el vigor que tuvieron antaño. Por lo demás, la cruz sigue estando situada junto a la mencionada iglesia y es relativamente fácil divisarla nada más pisar la acogedora Place de la Republique, apenas quince minutos andando desde la estación de tren donde, en octubre de 1940, tuviera lugar la histórica reunión entre Hitler y Franco.
Según apunta en su libro, Fulcanelli supo por un anciano vasco que la cruz fue trasladada a San Vicente en 1842 y que antes estuvo en el cementerio comunal de Hendaya.
En cuanto a su antigüedad, el ocultista especula con que se fabricó hacia finales del siglo XVII o inicios del XVIII, aunque no concede a este asunto demasiada importancia.
Lo relevante, en su opinión, es que la cruz es el «el monumento más singular del milenarismo primitivo y la más rara expresión simbólica del quiliasmo (sinónimo de milenarismo) que jamás hayamos visto». A simple vista, nadie coincidiría con Fulcanelli, pues el de Hendaya parece un crucero vulgar. No obstante, al observarlo más de cerca, llaman la atención los símbolos grabados en el monumento, pese a que la contaminación haya deteriorado el contorno de los emblemas. Aun así, son perfectamente legibles. Vayamos con ellos.
En el brazo transversal de la cruz están inscritas dos «palabras»: OCRUXAVES PESUNICA. En realidad, la exprexión piadosa en latín es O crux ave, spes unica (Saludo a la cruz, nuestra única esperanza). ¿Acaso el escultor no sabía latín? Fulcanelli niega esta posibilidad y subraya que se trata de un error deliberado, proponiendo un significado alternativo para el lema en base al desplazamiento de la letra S al final de AVE(S): «La letra S, que adopta la forma sinuosa de la serpiente, corresponde a la ji (X) de la lengua griega y toma de ella su significación esotérica. Es el rastro helicoidal del sol llegado al cenit de su curva a través del espacio, al producirse la catástrofe cíclica. Es una imagen teórica de la bestia del Apocalipsis, del dragón que vomita, en los días del Juicio Final, fuego y azufre sobre la creación macrocósmica. Gracias al valor simbólico de la letra S, desplazada adrede, comprendemos que la inscripción debe expresarse en lenguaje secreto, es decir, en la lengua de los dioses o en la de los pájaros»
Lee el artículo completo en el nº 308 de la revista AÑO CERO
Comentarios (2)
Nos interesa tu opinión