El monte Ararat: ¿está aquí el Arca de Noé?
El periodista y montañero Alfredo Merino publica 'Atlas de montañas legendarias' (geoPlaneta, 2021), un recorrido ilustrado por Ignasi Font por las historias y leyendas de las cimas más importantes y desafiantes del planeta. Desde la Antigua Grecia hasta los más alejados rincones del Extremo Oriente y del nacimiento de las primeros mitos hasta las más remarcables hazañas deportivas contemporáneas. De esta magnífica guía ilustrada os ofrecemos un extracto.
Después de tantos de tantos días encerrados en el arca con la multitud de animales puros, Noé y los suyos se preguntaban cuándo dejaría de llover. Abrió el santo una ventana y soltó un cuervo, pero no regresó. Al cabo de siete días envió a una paloma fuera de la embarcación. No volvió hasta el final de la tarde, lo hizo con una rama de olivo en el pico. Noé y su familia supieron entonces que la ira divina se había aplacado y el diluvio universal había terminado. No existe un mito ligado a las montañas tan fascinante como el del diluvio universal y la iluminada aventura del patriarca que preservó la biodiversidad de la tierra, salvando la especie humana. La Biblia señala que duró cuarenta días y cuarenta noches y anegó toda la tierra, sobreviviendo Noé y su familia con una pareja de cada una de las especies animales vivas, hasta que «el día 27 del séptimo mes se asentó el arca sobre los montes de Ararat».
Culturas muy diferentes han asimilado la leyenda. El monte Otris, donde varó el arca de Deucalión de los antiguos griegos. Utnapishtim en Babilonia, Ziusudra del antiguo credo sumerio, Atrahasis para la fe de los acadios, el monte de arena del Egipto de los faraones y Nuh, trasunto musulmán del cristiano Noé. Se conservan hasta trescientos relatos de diluvios, en tradiciones tan distantes como las de algunos pueblos precolombinos y de la India. Entre todos ellos destaca la relación del cristianismo con el mito.
Grandes hecatombes sucedidas en el pasado ofrecen pistas de que la historia del diluvio podría estar basada en hechos reales. La erupción del volcán Thera entre los siglos XVII y XV antes de nuestra era, que produjo un gran maremoto, o el desbordamiento de los ríos Tigris y Éufrates son algunos ejemplos. Las investigaciones de los geólogos William Ryan y Walter Pitman de la Universidad de Columbia dan base científica a otro suceso geológico datado hace siete mil años, al final del período glaciar europeo.
El Ararat es un extinto volcán formado por dos cimas
El descubrimiento cien metros bajo la superficie del Bósforo de vestigios de una cadena de dunas certifica que en el pasado estas montañas de arena estuvieron fuera del mar, pues solo las forma el viento. La teoría de los mencionados geólogos señala que el exceso de agua procedente del deshielo de los ríos de Europa aumentó el volumen del Mediterráneo. La presión en la franja de tierra firme que ocupaba el estrecho de los Dardanelos arrasó esta barrera. Libres del dique, las aguas hicieron subir la altura del mar Negro, entonces más de cien metros por debajo del Mediterráneo, originándose un tsunami que inundó el interior de Anatolia, donde se alza el Ararat.
Esparcidas por los pies de la montaña, aparecen grandes piedras con un tamaño de hasta casi dos metros de altura. Todas muestran un orificio en uno de los lados. Según los arqueólogos, esos orificios indican que eran anclas, atándose a ellos las cuerdas que las unían a las embarcaciones. Si la región no hubiera estado alguna vez cubierta por las aguas, no sería posible la presencia de embarcaciones. Con el paso del tiempo, las aguas se retiraron, quedando las anclas abandonadas en lo que había sido el fondo marino.
El Ararat es un extinto volcán formado por dos cimas: la principal, con 5137 metros, y la secundaria, el Pequeño Ararat de 3896 metros. El área volcánica ocupa 900 kilómetros cuadrados, con importantes aparatos glaciares en sus alturas, aunque el calentamiento global los está derritiendo a gran velocidad. Por la ruta que hoy ocupa una carretera transitada por nutridas caravanas de camiones, pasaron viajeros y comerciantes durante siglos. Entre ellos, el veneciano Marco Polo en 1271, quien describe la montaña y sus nieves eternas. En 1403 otro gran viajero pasó por el Ararat en una andanza no menos extraordinaria. Comisionado por el rey de Castilla Enrique III, el caballero Ruy de Clavijo partió a Asia Central con la intención de lograr un acuerdo con el emperador Tamerlán, descendiente de Gengis Kan.
El propio Clavijo narra en Embajada a Tamerlán su recorrido por el este de Turquía, donde «anduvieron un fuerte camino de montañas muy altas de muchas nieves y de aguas muchas», y su visita a la ciudad de Calmarin, «que fue la primera del mundo después del Diluvio, y fue edificada por los miembros del linaje de Noé». Cuenta Clavijo que durmió en un «alto castillo de nombre Egida, que estaba al pie de la montaña alta del arca de Noé». Lo gobernaba una «dueña viuda» y era refugio de salteadores de caminos. Intervino en su ayuda el cacique Tamurbec, matando al bandido que vivía con aquella mujer y arrancando las puertas de la fortaleza para «que nunca jamás acogiese malhechores».
Varios siglos más tarde, el religioso Benito Jerónimo Feijoo describe en su Teatro crítico universal la visita a Oviedo de un religioso armenio. Refiere este la presencia de anacoretas en las laderas del Ararat y como tuvo que subir en 1670 a curar a uno de ellos, que vivía en «la parte más excelsa del monte». Allí «padeció un frío tan intenso que pensó morir». El ermitaño le señaló que hacía veinte años que habitaba aquellas alturas, regalándole en agradecimiento por curarle una cruz «hecha de la madera del arca de Noé, la cual, afirmaba, permanecía entera en la cumbre del monte». Aquella ascensión y otras similares pudieron ser ciertas, aunque no se han podido comprobar. Lo que sí está demostrado es la presencia continuada de hombres piadosos en las partes elevadas de la montaña desde los albores del cristianismo.
Teófilo de Antioquía escribe que el arca de Noé continuaba varada en la cima del Ararat
Así lo relata el caldeo Beroso, quien en el 275 refiere como los habitantes del pie del monte de Noé subían a sus alturas a recoger el betún que recubría un barco varado en su cima. Este hecho también lo cuenta el historiador hebreo Favio Josefo en el siglo I. Teófilo de Antioquía escribe que el arca continuaba varada en la cima de la montaña y Nicolás de Damasco declara que varias maderas del barco sagrado se conservaban en diversos monasterios de la región. En el año 330, un monje llamado Jacobo partió a la búsqueda del navío, realizando una temprana ascensión a la región cimera del Ararat. Allí recogió un trozo del maderamen, que fue venerado en el monasterio de Echmiadzin hasta que en 1829 este quedó destruido por un terremoto.
Pedro I el Grande, rey de Rusia, y los zares Nicolás I y Nicolás II enviaron expediciones al Ararat a la búsqueda del arca de Noé
La expedición más temprana que registra la historia fue la del médico y botánico francés Joseph Pitton de Tournefort en 1701. Comisionado por Luis XIV, realizó un viaje a Levante en compañía del también botánico alemán Andreas Gundesheimer y del ilustrador Claude Aubriet. Sus fines eran botánicos y geográficos pero también comerciales. Alcanzaron la región del Ararat, no dejándole la montaña muy buenas impresiones. La describe siempre cubierta de nubes y totalmente inaccesible: «el Ararat es uno de los lugares más lóbregos y desagradables que existen sobre la faz de la tierra», concluye. En 1720 Pedro I el Grande, rey de Rusia, impulsado por su fe religiosa, envió una expedición a la búsqueda del arca de Noé, que tuvo resultados infructuosos.
La primera ascensión a la cumbre tuvo lugar el 9 de octubre de 1829, cuando el naturalista alemán Johann Jacob Friedrich Wilhem von Parrot dirigió una expedición auspiciada por el zar Nicolás I, cuyo objetivo era la búsqueda del arca de Noé. Se incluyeron el escritor y diácono armenio Jachatur Abovián, dos militares rusos y otros dos armenios. El grupo recorrió el vertiginoso flanco noroeste, dando al enorme glaciar que lo recorre el nombre del germano. Una vez en lo alto, este se entregó a mediciones científicas, de la misma manera que había hecho en el siglo anterior Saussure en la cumbre del Mont Blanc. Un mes más tarde, Parrot y Abovián, en compañía del guía local Haki Sahak, subían a la cumbre del Pequeño Ararat.
La expedición del explorador británico sir James Bryce de 1876 también logró alcanzar la cima del Ararat, encontrando, según describió a su regreso, una gran pieza de madera manufacturada. La siguiente referencia histórica de importancia se produce en 1916, cuando el ruso Vladímir Roskovitski, en un vuelo sobre el Ararat, descubrió lo que parecía un navío. Aquello impulsó al zar Nicolás II a ordenar una expedición en su búsqueda. Las pruebas de aquella visita desaparecieron durante la revolución bolchevique. Cuarenta años más tarde fue el turno de otro ciudadano francés, Fernand Navarra, quien realizó dos expediciones. Aseguró haber encontrado en una de ellas un madero en las alturas del Ararat. Los primeros análisis certificaron una antigüedad de cinco mil años para aquel vestigio, aunque posteriores exámenes redujeron su edad a ochocientos años.
Documentos clasificados del Departamento de Defensa de los EE UU muestran una serie de fotografías en las que se puede observar una extraña formación en la cima del Ararat
La historia reciente del Ararat no desmerece la leyenda a la que se enraíza. Da pistas su nombre turco, país donde se levanta el monte: Agri Dagi, la montaña del dolor. Aunque debe decirse que Armenia es la nación del Ararat. Es la única del mundo que incluye entre sus símbolos un elemento situado fuera de sus fronteras: Masis, nombre armenio del Ararat, con el arca en su cumbre. Enclavado en una región conflictiva durante siglos, el monte perteneció a Armenia hasta 1555. En aquella fecha se firmó la paz de Amasya, que puso fin a la guerra otomano-safávida. Se redefinieron entonces las fronteras de Persia y el Imperio otomano, repartiéndose entre ambos la Gran Armenia, cuyo territorio abarcaba el este de Turquía, el norte de Siria y zonas de Irak e Irán.
Los armenios asentados en territorio turco vivieron en régimen de semiautonomía hasta la Primera Guerra Mundial. El enfrentamiento entre Turquía y el Imperio ruso acarreó un genocidio de la población armenia, considerada por los turcos aliada de Rusia. Entre un millón y medio y dos millones de personas fueron exterminadas por la represión turca. El Tratado de Kars permitió en 1922 que Rusia se anexionase parte de los territorios armenios, georgianos y azeríes. La desintegración de la Unión Soviética en 1991 trajo consigo la independencia de Armenia, que mantuvo aquellas fronteras a veinte kilómetros escasos del Ararat.
Las siguientes referencias notables a la montaña datan de la mitad del siglo XX, pero no vieron la luz hasta 1995, al ser documentos clasificados por el Departamento de Defensa de los Estados Unidos. Se trata de una serie de fotografías tomadas en 1949 por aviones espías a lo largo de la frontera turco-soviética, en algunas de las cuales se observa una extraña formación en la cima. Conocida como «anomalía del Ararat», tiene forma de barco. Sus 309 metros de tamaño equivaldrían a los 300 codos que refiere el Génesis como medida del arca. Las imágenes abdujeron al astronauta James Benson Irwin, octavo hombre que pisó la Luna, en 1971 en el Apolo XV, quien realizó hasta siete expediciones a la búsqueda de los restos bíblicos. Las misiones para localizar el barco de Noé han continuado durante los primeros años del siglo xxi, aunque todas con resultados infructuosos.
Situado en suelo turco, pero pegado a las fronteras de Irak, Armenia e Irán, el Ararat continúa siendo un territorio conflictivo. La presencia militar turca se ha multiplicado por la aparición del integrismo islámico y la persecución a los kurdos. Es un lugar poco recomendable para las visitas, pues se han producido secuestros de turistas.
Atlas de montañas legendarias (geoPlaneta, 2021), del cual extractacmos este artículo, es una colección de relatos que nos recuerdan la enorme capacidad que tienen las cumbres para despertar en nosotros los sentimientos más auténticos y el reto de llevar al límite nuestras capacidades.
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