La ciudad perdida de Manapiare
La selva esconde innumerables secretos, algunos de ellos son ciudades perdidas y olvidadas por el hombre y el tiempo. Ciudadelas que se resisten a ser descubiertas. En este caso, te contamos el descubrimiento de una de ellas.
Existen pocos lugares tan propicios para que se oculten críptidos como Venezuela, un país con fama de esconder antiguas ciudades perdidas. En relación con esto, recuerdo uno mis encuentros con los indios waica, y una expedición a la que me acompañó un médico venezolano.
Conocedor de mis intereses, este me contó algo que le había ocurrido algunos años atrás, cuando visitaba cierta región amazónica debido a una campaña de vacunación. Al parecer, cuando terminó de vacunar a los miembros de la tribu, el chamán o jefe le pidió que aguardase unos minutos, porque quería mostrarle algo que habían olvidado unos hombres blancos hacía mucho tiempo.
El anciano se introdujo en su choza y, cuando volvió, en sus manos llevaba una especie de piel de carnero reseco en cuya superficie se apreciaban unos garabatos. El médico observó el pergamino unos instantes, y pronto se dio cuenta que se trataba de un mapa muy antiguo, probablemente hecho por los conquistadores españoles.
De hecho, reconoció perfectamente los sitios marcados en el vetusto lienzo y trató de memorizarlos lo mejor que pudo. Entre todos aquellos trazos encontró los nombres de ríos, afluentes, montañas, etc., y también observó, en una determinada parte, un tosco dibujo de un muro negro, acompañado de una especie de hatillo que parecía contener monedas.
Para no despertar los recelos de su anfitrión, el médico le devolvió el pergamino sin hacer comentario alguno al respecto. A las pocas horas estaba de regreso en su ciudad de origen, Puerto Ayacucho, donde visitó a un buen amigo suyo que comerciaba con antigu?edades y había realizado varias expediciones al interior de las selvas del país.
Cuando el médico le facilitó los detalles de lo que acababa de sucederle, y le reveló los lugares que había reconocido en el misterioso pergamino, el anticuario le propuso ir juntos al enclave que parecía coincidir con el dibujo del «muro negro». A pesar de que el doctor no le daba mucha importancia a aquel asunto y le mostró sus reticencias, finalmente aceptó la propuesta y ambos partieron hacia aquel ignoto territorio.
Cuando llegaron al punto señalado en el mapa, descubrieron las ruinas de una población que parecía haber sido abandonada hacía mucho tiempo, pero no hallaron signos evidentes que delataran la presencia de alguna clase de tesoro. Ya estaban a punto de regresar a Puerto Ayacucho cuando, al ir a subir a la barca, una serpiente venenosa mordió al comerciante de antigu?edades.
Lamentablemente, cuando llegaron a la ciudad, el hombre ya había fallecido. Mi amigo me confesó que tenía olvidada aquella historia hasta que me la confío a mí. Yo le insistí hasta el aburrimiento para que me llevara al sitio y, tras muchas suplicas, terminé convenciéndole. Pocos días después nos desplazamos en barca motora a esta región remota y olvidada, hostil para la vida humana.
Era una selva casi impenetrable, en la que avanzábamos a golpes de machete. Sudamos como demonios y la maleza nos produjo innumerables heridas, pero finalmente alcanzamos nuestro objetivo. De repente, en mitad de aquella jungla nos topamos con los restos de una antigua ciudadela, devorada y semioculta por la vegetación.
Las piedras tenían una llamativa tonalidad negra y pese al transcurrir del tiempo estaban perfectamente apiladas, aunque no se observaba argamasa alguna que pudiera sostenerlas. ¿Oro? ¿Riquezas? De haberlos habido, seguro que los españoles habrían dado buena cuenta de ellos hace siglos. No obstante, el hallazgo de la misteriosa ciudadela se nos antojó premio suficiente a nuestra aventura.
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