Misterios
20/12/2018 (11:39 CET) Actualizado: 08/10/2020 (09:46 CET)

Chamanes de fuego

Para los chamanes de los Andes la edad solar finalizó con la llegada de los conquistadores. Tuvieron que ocultarse al ser perseguidos. Hoy, cinco siglos después, localizamos a algunos herederos de ese conocimiento. Antonio Luis Moyano.

20/12/2018 (11:39 CET) Actualizado: 08/10/2020 (09:46 CET)
Chamanes de fuego
Chamanes de fuego

Al norte de la región interandina que atraviesa Ecuador, y tras dos horas de carretera desde Quito, se llega hasta el cantón de Otavalo, que cuenta con algo más de noventa mil habitantes –la mitad de los cuales residiría dentro del cinturón urbano–. A más de dos mil quinientos metros sobre el nivel del mar, Otavalo descansa sobre un manto fruncido por colinas y lagunas –a esta provincia se la conoce también como la 'provincia de los lagos'–, que se extiende en la falda del volcán Imbabura, al que en quechua se bautiza como Tayta –Papá– Impapura, pues las leyendas indígenas le convierten en esposo del cráter Mamá Cotacachi.

No hay consenso entre las distintas lenguas prehispánicas del verdadero significado de Otavalo. El idioma antillano prefiere traducirlo como "lugar de los antepasados", lo que retrotrae la historia de este asentamiento a tiempos más que pretéritos: fuentes de la municipalidad se refieren al Homo Otavalensis u Otavalus que, desafiando cualquier cronología académica, plantó aquí su pie hace nada menos que 28.000 años; en contraste con los libros de historia de Ecuador que sitúan los primeros asentamientos hacia 13.000 o 14.000 años.

No se sabe si fueron precisamente los antillanos quienes, aprovechando las corrientes de los ríos Marañón y Napo, desembarcaron en estos valles dando origen a las primeras comunidades étnicas: Cayambis, Carangues y Otavalos. Si otorgamos credibilidad a las fuentes coloniales, precisamente es el nombre de un cacique de esta última etnia, durante la primera mitad del siglo XVI, la que da nombre a este municipio.

EL VALLE DEL AMANECER
Reza su reclamo turístico que Otavalo es el "valle del amanecer", por lo que merece nuestra visita; preferiblemente si es un sábado, que es cuando despliegan sus toldos los puestos del mercado indígena más extenso de toda América Latina.

Apenas se atisban los primeros rayos del sol cuando la Plaza de los Ponchos o Centenario es sembrada de callambas –que es como se denomina a los stands circulares de cemento que permanecen desnudos durante la semana–, que se coronan de coloridos palios bajo cuya sombra se exhibe un vasto abanico de mercancía artesanal.

Sombreros, tapices, bisutería, cuadros, ropa, alpargatas, ebanistería, figuras de madera o cerámica e incluso réplicas en piel de chivo de cabezas reducidas por los jíbaros, son algunos de los productos que pueden adquirirse a un precio en dólares, que será tanto más módico como alcance el comprador en su hábil regateo. Desde la céntrica plaza, tenderetes ambulantes se diseminan por las empinadas calles aledañas hasta desembocar casi en el extrarradio.

Un paseo entre la multitud –en el que deberemos vigilar nuestros bolsillos–, nos permite alcanzar los márgenes de la Panamericana, donde una explanada de dos kilómetros cuadrados permite el estacionamiento de varias docenas de camiones que evacúan su mercancía viviente. Es el mercado o feria de animales, donde vacas, cerdos, gallinas, ovejas, terneras, caballos o los característicos conejillos de indias o cuys –roedores autóctonos de la región andina–, son objeto de regateo entre los indígenas llegados desde distintos puntos de la provincia de Imbabura. Y aunque los animales acarreados por los nativos, ataviados en su vestimenta típica, integran una exótica estampa para el viajero aficionado a la fotografía; no es éste el objetivo de nuestro particular viaje…

COMUNIÓN CON LA MADRE NATURALEZA
En Los Otavalos: cultura y tradiciones milenarias (1995), el cronista local Germán Patricio Lema describe así el alma de los nativos de este pueblo:

"El típico hombre otavaleño es modesto de espíritu y orgulloso de sus tradiciones. Tierra viril, espíritu dulce, dueño de una cultura milenaria, exhibe con sus trajes el placer que siente por su tierra, vestido de blanco, de sombrero, poncho y alpargates. Hechura de las montañas andinas apegado a las costumbres de la tierra (…). Interpreta los sueños, observa los astros, calcula el tiempo, es hijo del Cosmos, del Sol que resplandece. Controlador de las fuerzas del bien y del mal, templado de espíritu, vive en paz, en comunión con la madre naturaleza".

En este universo ancestral, que acompaña a los otavaleños desde que llegaron a estas tierras, se integra la figura del yachak –o yachac– que es como aquí se bautiza al chamán o curandero. Los yachak, que en lengua quechua se traduce como "el que sabe", no sólo ejercen su poder sanador sobre el cuerpo físico, sino que también son consultados sobre cualquiera de los menesteres que afligen al espíritu.

Pero dejemos que sea Germán Patricio Lema quien defina la verdadera identidad de la cosmovisión otavaleña:

"La creencia en los curanderos es bastante grande en nuestra gente, creemos en los malos y buenos espíritus; estos espíritus hacen el bien o el mal a la gente, y en todas las cosas hay un espíritu: en las montañas, en los ríos, en los bosques, en las casas deshabitadas… hasta en las piedras. Por ello aconsejaban respetar la naturaleza, las personas, las plantas, los animales y las cosas".

Depositarios de un legado ancestral que ha permitido perpetuar esa cosmovisión animista de la naturaleza que nos rodea, en esta zona de la región interandina los yachaks constituyen un auténtico reclamo turístico.

La propia web de Otavalo enumera los distintos tipos de rituales con los que el chamán desempeña su función sanadora: la limpia tradicional, que emplea plantas e invocaciones a los espíritus de la naturaleza; la limpia con el cuy o la pasada de vela, que permitiría diagnosticar los "males" que afligen al paciente; o el espanto, que persigue rescatar el espíritu errante de una persona después de haber experimentado un episodio de fuerte impacto emocional como el miedo profundo.

LA PARROQUIA DE LOS CHAMANES
Ecuador se integra por 24 provincias que administrativamente se reparten 221 cantones. A su vez, estos cantones se dividen en más de un millar de parroquias –lo que en otros países se conocen como municipalidades– que pueden ser rurales o urbanas. El Cantón de Otavalo –que cuenta con algo más de cien mil habitantes-, está compuesto por 11 parroquias, entre las que destaca la que es nuestro destino: San Juan de Ilumán.

Sin apenas abandonar la Panamericana hacia el norte, Ilumán se encuentra a siete escasos kilómetros de Otavalo. Cuenta con 7.500 habitantes, y su economía se sustenta en la agricultura y la producción lanar destinada a la artesanía textil. Aunque su principal reclamo lo constituye la treintena de yachak taitas y mamas –curanderos y curanderas– que desempeñan su oficio en esta parroquia.

Pero, ¿por qué Ilumán se ha convertido en la aldea que acoge a un mayor número de chamanes?

Algunos estudiosos han recurrido incluso a explicaciones esotéricas, al situar Ilumán dentro de un triángulo cuyos vértices orográficos serían los cerros de Imbabura, Cotacachi y Mojanda. Otros prefieren aludir a simples factores socio-geográficos: la ubicación, retirada a la vez que de tránsito por la Panamericana, de Ilumán y la costumbre de considerar más eficaces a aquellos yachaks cuanto más alejados se encuentran –un indígena rara vez acude al curandero de su parroquia–, pueden haber contribuido a consolidar este municipio como centro neurálgico del curanderismo ecuatoriano.

Como en tantos otros lugares, en Ilumán la práctica chamánica se adquiere en el seno familiar, como parte de un legado generacional. En otras ocasiones, es la curación tras una agónica enfermedad la que convierte a su protagonista en inesperado yachak. También el hallazgo fortuito de piedras sanadoras –generalmente en un arroyo–, bautizadas en quechua como urcu rumi –roca de cerro–, puede empujar a su propietario hacia el oficio de sanador. Cuando no, el encuentro con entidades invisibles que transmiten el poder de invocar a las fuerzas de la naturaleza.

EL OCASO DE LA EDAD SOLAR
Cuenta una leyenda que, hace algo más de 500 años, se reunieron por última vez los Yachakuna –"los que están en el proceso de sabiduría"–, encargados de regir el destino de la América andina.

Fueron los tayta yachaks quienes, en estado contemplativo, atisbaron el oscuro futuro que se cernía sobre los pueblos andinos ante un inminente ocaso de la mítica Edad Solar.

Coincidiendo con los primeros rumores del desembarco de los "hombres barbados" llegados desde el otro lado del mar, que inicialmente fueron tomados por dioses y que luego se extenderían como una auténtica "plaga de langostas", comenzó a precipitarse la disolución de Cultura Cósmica de los pueblos andinos.

Aquel acontecimiento marcó el inicio de la Edad Oscura… Los yachaks se vieron obligados a dispersarse, perseguidos por los "hombres barbados" que les torturaban para arrancarles la confesión de dónde se hallaban los fabulosos tesoros que habían ocultado antes en la selva.

Fue así como el ancestral conocimiento del que eran depositarios amenazó con desaparecer. Sólo una tradición oral, perpetuada de generación en generación, permitió que estos saberes llegaran hasta nuestros días.

FUEGO PARA ALEJAR EL ESPANTO
Hasta no hace mucho tiempo, estas prácticas tradicionales permanecían aletargadas por ley. Fue a finales de los 70 cuando se levantó la veda que arrinconaba a los yachaks, y éstos se oficializaron públicamente integrando asociaciones gremiales.

José Picuasi es uno de los yachaks más afamados de Ilumán. No tiene inconveniente en mostrarnos las piedras y otros talismanes que emplea para canalizar sus visiones y desempeñar sus funciones como sanador.

Sus sesiones chamánicas son todo un ejercicio de pirotecnia donde unas llamaradas de fuego pretenden, irónicamente, alejar el espanto del paciente sin hacerle chamusquina. No en vano, y como es sabido, el fuego lo purifica todo. 

LA ENFERMEDAD EN LA COSMOVISIÓN ANDINA
A diferencia de nuestros esquemas, en la cosmovisión indígena no existe una frontera definida entre lo natural y lo sobrenatural, lo que deja en un ámbito difuso las verdaderas causas de la enfermedad.

Así, para que se logre la sanación del mal –siempre según este contexto mágico ajeno al conocimiento científico–, deben conjugarse tres fuerzas: la del paciente, que debe restablecer su equilibrio interno cuya ausencia deriva en la enfermedad; la del yachak, que recurre a elementos externos como las piedras o el fuego para canalizar su presunta energía sanadora; y la de los espíritus invisibles que habitan en la naturaleza y son invocados durante la sesión chamánica.

Obviamente se trata de una visión folclórica de la enfermedad que debe contemplarse como curiosidad antropológica y, en ningún caso, como una alternativa a la medicina oficial.

El susto y el "Mal Viento" Bajo la expresión mal viento se engloba a un buen número de dolencias que, según la superstición andina, se contraen cuando una fuerza extraña penetra en el espíritu de la persona, generalmente después de visitar lugares abandonados o con exceso de humedad.

En contraposición, el susto o espanto describe aquellas enfermedades que son derivadas de una pérdida de fuerza o energía, ya sea como consecuencia del trauma generado por un impacto emocional o por la acción de espíritus que "vampirizan" al paciente.

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