Casas que matan (II)
"Las casas están vivas. A veces, en la oscuridad de la noche, las oímos gemir, parece que tuvieran pesadillas. Una casa buena nos mece y nos consuela. Pero si es mala, nos llena de un desasosiego intuitivo. Las casa malas nos detestan y nos atraen con engaños. A ese odio ciego hacia nosotros es al que nos referimos cuando hablamos de una casa encantada", 'Rose Red', de Stephen King
LA CASA DE BEAUREGARD
Durante la guerra de Secesión norteamericana, Pierre Gustave Toutant Beauregard fue mayor general del ejército confederado. Tiempo después, una vez acabado el conflicto, Pierre Gustave, retirado sin honores y con la vitola de haber perdido la guerra, se retiró a Louisiana, y levantó la que sería su casa hasta el final de sus días. Y ese final llegó en 1893. A partir de entonces quedó vacía; al menos durante 16 años, hasta que en 1909 el mafioso Corrado Giacona la adquirió, convirtiéndola en guarida familiar, y como no podía ser de otra forma, en escenario de varios crímenes.
Gritos, respiraciones en mitad de la noche, incluso alguna que otra cadena...
Es de aquella época de donde viene la leyenda negra que parece atormentar a quienes se acercan hasta este siniestro lugar. Porque a decir de los testigos, en su interior se produce una intensa actividad paranormal que, después de haber sido estudiada por expertos, todavía no se ha llegado a conclusión alguna. Las luces que a veces se logran fotografiar recorriendo sus pasillos, los pasos que se precipitan escaleras abajo, o incluso las detonaciones similares a disparos nocturnos, no tienen una explicación clara. Se producen, sin más… después, aunque cabe la posibilidad de que lo hiciera a propósito para evitar el horrible sufrimiento del quemado.
LOS FANTASMAS DE LA CASA WHALEY
Esta es la historia de Thomas Whaley y su familia. Una historia diferente a la del resto. Descendiente de emigrantes escoceses e irlandeses, vino al mundo el 5 de octubre de 1823. Siendo muy joven se enamoró perdidamente de la francesa Anna Eloise Delaunay. Con treinta años y una considerable fortuna, decidió casarse con ella, y la pareja cambió de los aires fríos y cada vez más contaminados de Nueva York a las aguas cristalinas y frescas de San Diego. Dio comienzo a una nueva vida, y como ésta debía partir de cero, hasta el ladrillo de los cimientos de la casa lo escogieron ellos. Así, en 1857 finalizaba la construcción de la majestuosa casa Whaley, una sólida edificación de dos plantas, única en esta parte de América. Thomas, que era hombre inteligente, pronto se dio cuenta de que la materia prima a explotar era precisamente el ladrillo; la prueba evidente frente a las frágiles casonas de madera que decoraban las colinas de San Diego, tan expuestas al clima y a los incendios, era la solidez de los materiales que él fabricaba. Por eso no tardó en aumentar su fortuna, y en llenar su casa de esencias de otros países: alfombras de Pakistán, maderas de la India, cortinas de Damasco… Nada parecía ser suficiente para agasajar a su bella esposa.
Las lágrimas de la lámpara empiezan a balancearse, la temperatura desciende y, en ocasiones, la música de la cajita que hay en la cómoda comienza a sonar…
La muerte de uno de sus tres hijos, con apenas 18 años, los fuegos provocados en algunos de sus negocios, y las posteriores quiebras de dichas empresas, sumieron a Thomas en una melancolía que no parecía tener cura. A todas estas calamidades que teñían de grises la hasta entonces vida de color de rosa de la familia Whaley, se unió la muerte de otra de las hijas, Violetta, que tras divorciarse de su esposo, al cabo de unos meses se suicidó de un tiro en el corazón. Ésa fue la puntilla para un anciano Thomas, que no mucho después, en 1890, murió. Dos décadas después fallecería su esposa Anna, y no mucho más tarde su hijo Francis… Pero la última de su descendencia, la cuarta hija, Lillian, habitaría en la soledad de aquellas paredes hasta 1953, acostumbrándose año tras año a la soledad incómoda que no da tregua; porque de sus entrañas fluyen gritos, pasos y presencias que pueden hacer que una vida se transforme en un infierno. Infierno al que parecían predestinados, porque en este mismo lugar fue colgado James Robinson, Yankee Jim, en 1852. Era un hombre célebre en San Diego por delincuente, inductor al crimen y ladrón. Y fue este último vicio el que acabaría con su vida, no sin antes lanzar una suerte de maldición sobre quienes participaron de su ejecución y sobre el lugar en el que fue colgado.
A Thomas Whaley le tocó por partida doble, primero porque fue testigo del ajusticiamiento; y segundo, porque después compró la propiedad donde se desarrolló el mismo. Así que, dicho sea de paso, tan listo no era. Por eso no es extraño que pocos años después los hijos de éste aseguraran oír pisadas de un hombre grande en la segunda planta, y que pensaran que se trataba del fantasma de Yankee Jim, que había hechizado la propiedad. Hoy es un museo, y son muchos los que refieren estas apariciones. Uno de los lugares que más morbo despierta es la techumbre que une un salón con la pequeña sala de música, porque ahí se izó la soga para colgar a Yankee Jim. Se sabe cuándo va a hacer acto de presencia porque las lágrimas de la lámpara empiezan a balancearse, la temperatura desciende y, en ocasiones, la música de la cajita que hay en la cómoda comienza a sonar…
Los testigos aseguran haber observado las andanzas de varios niños que recorren las estancias
MARK TWAIN Y LA CASA DE LA PREMONICIÓN MORTAL
A su biografía como autor, hay que añadir que fue un hombre curioso, desde siempre interesado por otras realidades. Su aproximación además tuvo un motivo. En 1858 trabajaba junto a su hermano Henry en un vapor que surcaba las aguas del río Misisipi. Pues bien, una noche tuvo un terrible sueño. Veía a su hermano muerto en el interior de un ataúd de metal, con graves heridas en todo su cuerpo. Además, la caja aparecía sostenida por dos sillas, y el muerto tenía en su pecho un ramo de flores entre las cuales destacaba una rosa de color rojo. La desgracia quiso que dos días más tarde, en el trayecto que cubría el barco desde Nueva Orleans a San Louis, estallase una caldera, y su hermano, que estaba demasiado cerca, murió. Pero no a causa de la explosión, sino de la morfina que le inyectó el médico de Memphis que lo atendió.
La cuestión es que, cuando velaban el cuerpo, en la estancia entró una mujer que portaba un ramo de rosas blancas en cuyo centro había una roja. Despacio, siguiendo una especie de extraño ritual, la colocó sobre el pecho del difunto. Poco más tarde, cuando los restos fueron trasladados a San Louis, el velatorio se ubicó en la casa de un familiar de los Twain. Pues bien, cuando Mark accedió a la sala, se sorprendió al comprobar que la caja estaba situada sobre dos sillas. Ahí empezó su interés por lo inexplicable… Y lo inexplicable aparentemente se acercó hasta él, o más bien a la extraordinariamente bien restaurada casa de 19 habitaciones que hoy se puede visitar, donde los testigos aseguran haber observado las andanzas de varios niños que recorren las estancias. Gritos, respiraciones en mitad de la noche, incluso alguna que otra cadena –recordemos que ésta fue tierra de esclavos–. Quién sabe…
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