Santo Stefano: Llamando a las puertas del inframundo
Visitamos la comarca de Oschiri, en Cerdeña, para conocer un misterioso complejo megalítico que enfrenta a los arqueólogos.
Estoy en Cerdeña, en pleno corazón del Mediterráneo occidental. He venido hasta aquí para ver –y tocar– uno los monumentos antiguos más extraordinarios pero menos conocidos del mundo. De esto último me doy cuenta al poco de llegar a Tempio Pausania, localidad situada al norte de la isla, próxima a mi lugar de destino y donde hago una parada técnica tras visitar varias tumbas de gigantes en la comarca de Arzachena, centro neurálgico del megalistismo sardo. Después de dar un breve paseo por el casco antiguo de la ciudad, me dirijo a la oficina de turismo. Es casi la hora de cierre, pero solo quiero un mapa de la región y alguna indicación sobre cómo llegar hasta el monumento objeto de mi visita.
Entro y pregunto por él a la funcionaria que está al cargo de la oficina. Para mi sorpresa, dice no conocerlo, pero parece intrigada y me pide más detalles. Le hago partícipe de lo poco que sé: está cerca de un pueblo llamado Oschiri, junto a una pequeña iglesia rural. Me mira unos segundos y veo que descuelga el teléfono, en tanto me informa de que está llamando al ayuntamiento de Oschiri. Al poco, tapa el auricular y me dice segura: «Usted quiere ir a Santo Stefano, pero hoy está cerrado. ¿Le concierto una cita para mañana? Está a solo 30 kilómetros de aquí». Me pilla por sorpresa, pero suelto un rápido sí. Habla unos segundos con su interlocutor y cuelga. «La visita comienza a las nueve de la mañana en la plaza del pueblo, junto a la iglesia. Le estará esperando l'ispettore Pala», añade con una sonrisa de satisfacción.
No sé muy bien qué es eso de «inspector», pero supongo que Pala es un apellido. Mientras me dirijo a la salida y le agradezco la gestión, le pregunto sobre cuánto se tarda en llegar a Oschiri desde Tempio. «Una hora. Tal vez un poco más». Ve mi gesto de sorpresa y añade: «Es una carretera de montaña, con muchas curvas. Muy sinuosa», subraya mientras con la mano imita el movimiento de un ofidio. Ahora sí, me despido e imagino el trazado serpentino de la carretera que me aguarda. ¿Serpientes? Una buena señal, sin duda.
MONTAÑA SAGRADA
Lo de las curvas no era una exageración, pero el camino hacia Oschiri merece la pena. Sobre todo cuando la carretera se interna en los bosques que conducen al monte Limbara, un macizo granítico y sacralizado cuya cima está a más de 1.300 metros sobre el nivel del mar. De buena gana me detendría a disfrutar del aire puro que se respira en estas apartadas montañas, o para buscar alguno de los deliciosos hongos que dan fama a Cerdeña, pero no quiero llegar tarde a mi cita con el inspector Pala. Y no lo hago. Una hora después de dejar atrás Tempio Pausania, exactamente a las nueve menos cuarto de la mañana, disfruto de un café macchiato en un bar situado justo enfrente de la iglesia de la localidad.
Cuando termino, salgo e intento identificar a mi anfitrión entre los escasos lugareños que atraviesan la plaza. Mi mirada se cruza con la de un tipo sonriente que viene a mi encuentro. Me ha «delatado» la cámara fotográfica que utilizo como señuelo en casos como este. «Soy Giorgio Pala», se presenta. Hago lo propio y a continuación me pregunta si hablo italiano. Le digo que mi italiano es pésimo, pero que lo entiendo sin mucha dificultad, vuelve a sonreír y me pide que le acompañe, al tiempo que me desvela el misterio de su «rango». Lo de inspector viene a ser algo así como un conservador de museo y, en su caso concreto, se trata de un cargo honorario. Esto último me lo aclara en el interior de la trattoria que regenta su familia, donde me presenta a los suyos e insiste en invitarme a un café. Nunca rechazo un café italiano.
HONGO INCENDIARIO
Apenas diez minutos después, nos detenemos frente a una finca situada a las afueras de Oschiri. Tras abrir la verja, Giorgio me explica que estamos en una propiedad privada, pero que es amigo de los dueños. Seguro –pienso yo–, tiene pinta de llevarse bien con todo el mundo. Comienza a caminar muy despacio y yo le sigo tranquilo. De repente, advierto los olores de las flores y plantas que me envuelven a cada paso que doy. Giorgio parece darse cuenta y me habla sobre la clase de vida que lleva en Oschiri, una vida tranquila y en permanente contacto con la naturaleza: «Ahora todo se hace demasiado deprisa. No puedes apreciar nada desde la ventanilla de un coche. Por eso mi padre insistía en que le acompañara durante sus paseos por el campo. Se lo agradezco, porque ahora conozco más de cuarenta hierbas y plantas. Sé para qué sirven y las empleo siempre que puedo. No debemos perder la sabiduría de los antiguos».
Se interrumpe brevemente y me pregunta si recuerdo la historia de Ötzi, el hombre de hielo, la famosa momia con más de 5.000 años de antigüedad descubierta en la frontera entre Austria e Italia. Le digo que sí, pero ignoro lo que me cuenta a continuación. Al parecer, entre las pertenencias de Ötzi había dos hongos, uno con propiedades bactericidas y el otro con la cualidad de avivar el fuego. Sobre este último, llamado «hongo de yesca», me explica que algunos ancianos de Oschiri lo han seguido usando hasta tiempos muy recientes, pero que los jóvenes no están interesados en esta clase de tradiciones: «La única hierba que conocen es la marihuana », bromea resignado.
Reanudada la marcha, Giorgio propone una nueva parada. En esta ocasión, me señala tres colinas con forma piramidal situadas a unos dos kilómetros de donde nos hallamos. Me dice que enterrados en ellas se han descubierto varios de los objetos más fascinantes atribuidos a la cultura nurágica, la avanzada civilización surgida en Cerdeña en torno a 1.800 a. C. Saca el teléfono móvil y me enseña la fotografía del tesoro que afloró en Lugheria, la más prometedora de esas colinas. Se trata de un sofisticado cofrecillo con ruedas fabricado en bronce, que probablemente se usó como joyero. Viéndolo, nadie diría que tiene casi 4.000 años, pero los tiene. Además de esta pieza, que actualmente descansa en el Museo Arqueológico de Cagliari, bajo otra de las colinas –el monte Cuco– se excavó un espectacular betilo de diez metros de altura, perteneciente a la cultura pre-nurágica de Ozieri (3.500 a. C.), la que encendió la chispa de la civilización sarda, aunque en opinión de algunos arqueólogos se tratara de un «chispazo» de importación, traído desde el archipiélago de las Cícladas, en el mar Egeo.
Lee el reportaje completo en el nº326 de la revista AÑO CERO
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