Ocultura: El peregrino secreto
Al convertir en recintos turísticos lo que antaño fueron las moradas de ese sentimiento sublime, hemos dinamitado nuestros puentes con el mundo antiguo
Sucedió hace unos días. Sebastián Vázquez, quien fuera mi primer editor y hoy un auténtico experto en espiritualidad de los pueblos antiguos, me hacía ver algo en lo que no había caído. «¿Te has dado cuenta –preguntó como al aire, en una conversación sobre el veraneo, con lugares sagrados de fondo– de que todo lo que los turistas quieren ver en Egipto es justo lo que los antiguos egipcios nunca vieron?». Yo le sostuve la mirada esperando que aquello fuera una pregunta retórica. Hablábamos distraídos. Creía que era época de vacaciones. De relax frente a un café. Pero el viejo filósofo siempre ha sabido cómo descolocarme. «Piénsalo», prosiguió. «El interior de las pirámides, las tumbas, e incluso los templos del Nilo, no fueron diseñados para ser recorridos por cualquiera. Un egipcio de hace cuatro mil años no osaría atravesar los pilonos de Luxor sin haber sido investido sacerdote… Y, en cuanto a las tumbas de la orilla oeste, recuerda que fueron territorio exclusivo de los muertos. Sin embargo, ya ves, hoy solo queremos ver… ¡y vemos!… esos sitios».
«Debe ser cosa de los tiempos», murmuré.
«¡Los tiempos, sí!», sonrió resignado. «Será eso».
En Occidente hemos convertido lo más secreto y oscuro en un producto de consumo más
Nuestra charla, como de costumbre, enseguida fluyó por otros derroteros. Sin embargo, la sensación de que vivimos una época en la que los viejos valores se han subvertido por completo, aun no se me ha quitado de la cabeza. Todo lo que hasta el siglo XIX pertenecía al mundo de los iniciados o de los elegidos, hoy es moneda común al alcance de cualquiera. La alfabetización de la sociedad, nuestro acceso a la cultura impresa primero y a la audiovisual después, ha transformado radicalmente nuestros hábitos. En Occidente hemos convertido lo más secreto y oscuro en un producto de consumo más. Divulgadores decimonónicos como Helena Blavatski, del siglo pasado como Ouspenski, Guénon o Rampa, o en tiempos más modernos Paulo Coelho, Christian Jacq o Dan Brown, han mutado lo iniciático en público; lo secreto en común. No me lamento por ello. Yo también formo parte de ese club. Pero si tuviera que definir con algún rasgo nuestra entrada en la Era de Acuario, diría que ese sería el más evidente. Toda acción –por bienintencionada que sea– genera reacciones incontrolables, y la de esta subversión de valores nos empuja desde hace décadas a la minusvaloración de lo oculto. Las sabias palabras de Sebastián me han ayudado a concluir que, en el mundo antiguo, no se escondían las moradas de los muertos o los sanctasanctórums de los templos con ánimo de perjudicar al ciudadano. El secreto tenía una función sagrada. Era el espacio en el que habitaba lo inefable. El rincón en el que lo maravilloso se mantenía a salvo, inspirando lo que de espiritual habita en nosotros.
Hoy, al aventar esos lugares urbi et orbe, al convertir en recintos turísticos lo que antaño fueron las moradas de ese sentimiento sublime, hemos dinamitado nuestros puentes con el mundo antiguo, olvidando que el «anhelo de secreto» inyectó en algunos de nuestros antepasados el hambre de trascendencia. La única que nos hace pensar más allá de lo mundano y que tan bien nos vendría ahora.
El mundo moderno ha expuesto a la luz de la razón esos lugares. Nos los ha abierto sin el esfuerzo de la iniciación o del rito. Y, con ello, los ha herido de muerte
Llevo años recorriendo esas plazas. He crecido disfrutando de los caminos que Sebastián me ha hecho ver que estaban prohibidos. Los he fotografiado, descrito en mis libros y convertido en escenario de mis novelas, con el entusiasmo de quien se enfrenta a lo exótico. Pero tal vez no los he valorado en su medida más honda. No me he dado cuenta de que su verdadero sentido radica en lo inaccesibles que fueron. En lo impenetrables y sugerentes que se mantuvieron en la antigüedad. El mundo moderno los ha expuesto a la luz de la razón. Nos los ha abierto sin el esfuerzo de la iniciación o del rito. Y, con ello, los ha herido de muerte.
Después de masticar la pregunta de mi querido editor, tengo la sensación de que la única manera de salvarlos de la vulgarización es recordar al turista su esencia mistérica. Tal vez así, en un acto de alquimia sublime, al menos alguno termine convirtiéndose en peregrino. Peregrino consciente del valor de lo secreto.
Ojalá seas tú el siguiente converso.
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