El viaje al Más Allá en Mesopotamia
Considerada la primera civilización del planeta, la historia de Mesopotamia comienza hace casi 8.000 años en la cuenca fluvial de os ríos Tigris y Éufrates. En su último libro, "Muerte y religión en el mundo antiguo" (Luciérnaga, 2020) –obra de la que extractamos el siguiente artículo–, el historiador Javier Martínez-Pinna profundiza en el contacto con el Más Allá en la sociedad mesopotámica
La lectura de los mitos sumerios y acadios, recogidos en centenares de tablillas de arcilla, nos informa sobre la forma en la que los distintos pueblos asentados en la región de Mesopotamia interpretaron el origen del universo, la creación del hombre y, por supuesto, el destino que le esperaba al ser humano cuando atravesase el umbral que debería llevarle hasta la otra vida. Cuentan los mitos sumerios que antes de la existencia del cielo y la tierra, el mundo se encontraba en un estado embrionario, latente, al igual que la vida. Fue entonces cuando la diosa Maunmu pudo engendrar a los dioses: An, el dios del cielo, y Ki, diosa de la tierra. De su unión nacieron el resto de los dioses del panteón sumerio, entre ellos Enlil, que logró dar forma al firmamento y Enki, el señor de la tierra.
En la antigua Mesopotamia, la vida después de la muerte se entendía para el común de los mortales como un viaje hacia un lugar lúgubre, tenebroso y vil
Los sumerios pensaban que en un principio no existían el mal, el dolor, la enfermedad o la muerte. Todo permanecía en un estado de perfección y felicidad, pero el drama se produjo cuando, en el paraíso, Enki decidió comer ciertas plantas antes de haberle asignado su función. En cuanto a los hombres, existen distintos mitos que hacen referencia a su creación. Uno de ellos admite que el primer ser humano brotó de la tierra, mientras que otros afirman que fueron unos obreros divinos los que lo moldearon con arcilla, a imagen y semejanza de los dioses. En lo que todos los mitos coinciden es en la convicción de que el hombre fue creado para servir a los propios dioses y, en cierto modo, en la creencia de que compartían la misma naturaleza divina. El ser humano no era esclavo de ellos; su función era reemplazarlos en el trabajo de la tierra y, por supuesto, garantizar su sustento. Así se sacralizaba la agricultura que, junto con la construcción de los templos, era la principal actividad a la que se debían dedicar los hombres para garantizar el orden y el equilibrio en un mundo que estaba permanentemente amenazado.
ALMAS EN PENA
Según el pensamiento sumerio, el universo se regeneraba constantemente, pues el orden cósmico estaba turbado por la presencia de seres monstruosos, como la gran serpiente, pero también por las muchas faltas cometidas por los hombres; unas faltas que solo podían purgarse mediante complejos rituales religiosos llevados a cabo por la casta sacerdotal en el interior de unos templos cada vez más colosales. A pesar de todo, el trabajo de los sacerdotes no siempre era efectivo para aplacar la ira de los dioses, por lo que, en algunas ocasiones, estos tomaron la decisión de acabar con el mundo de los hombres mediante una serie de catástrofes que, con el paso del tiempo, habrían quedado grabadas en nuestra memoria colectiva. Es el caso del diluvio universal, mito que se extiende de forma prodigiosa por todos los pueblos de la tierra, incluso cuando entre ellos no tenemos constatada la existencia de relaciones previas. Y Mesopotamia no es una excepción.
Según las creencias sumerias y acadias, tras la muerte, las almas estaban condenadas a vagar en un mundo sombrío y triste, aunque no todos sufrían este triste destino
En la antigua Mesopotamia, la vida después de la muerte se entendía para el común de los mortales como un viaje hacia un lugar lúgubre, tenebroso y vil, donde el espíritu del fallecido se vería obligado a realizar un peligroso recorrido a través de un río subterráneo. Posteriormente, debería franquear siete altas murallas para finalmente alcanzar un infierno llamado Irkalla. Este inframundo era considerado realmente nefasto, ya que era el lugar a donde iban a parar todos los malos hábitos de los que habitaron en el mundo de los vivos: sus vicios, sus impurezas y sus rencores. Allí no existía la luz ni la esperanza y las almas se veían obligadas a afrontar una vida eterna sumida en la tristeza y el pesar. Estas ideas tan pesimistas sobre el mundo de la muerte explican el interés del gran héroe de la mitología mesopotámica, Gilgamesh, cuando tras la muerte de su amigo Enkidu decide marchar hacia el oeste, a la región de la muerte, por ser el lugar por donde se ponía el sol, debido a su obsesión de conquistar la inmortalidad ante los dioses. Cuando regresó de su viaje por el inframundo, Gilgamesh consiguió evocar al espíritu de su amigo fallecido, pero este, para no apenarlo, decidió permanecer en el silencio.
Según las creencias sumerias y acadias, tras la muerte, las almas estaban condenadas a vagar en un mundo sombrío y triste, aunque no todos sufrían este triste destino. Los más ricos, los grandes guerreros y los héroes podían encontrar el consuelo al disponer de un lecho donde poder descansar eternamente y agua pura para no sentir la acuciante tortura de la sed. Los reyes, en cambio, podrían disfrutar de todas las comodidades que habían tenido en vida. En el Poema de Gilgamesh, la diosa Siduri se dirige de esta manera al héroe mesopotámico: «¿Por qué recorres el universo? No encontrarás lo que buscas. Cuando los dioses crearon a los hombres, los destinaron a la muerte, solo para ellos se reservaron la vida eterna ». A pesar de estas palabras, los mitos insisten en la creencia de que el espíritu del fallecido no desaparecía completamente tras la muerte del individuo, de ahí la importancia del ritual funerario y de dar al difunto digna sepultura y ofrendas.
Existen evidencias de sacrificios humanos y animales en las tumbas reales de Ur, como la de la princesa Puabi, donde aparecieron 70 individuos sacrificados
PREPRÁNDOSE PARA EL MÁS ALLÁ
El análisis del material arqueológico, como el descubierto en el Cementerio Real de Ur, nos permite corroborar la creencia de que el destino del alma no era el mismo para todos. Este yacimiento, situado al sureste del gran Zigurat de Ur, fue excavado entre 1922 y 1934 por Leonard Woolley, en asociación con el Museo Británico y el Museo de Arqueología y Antropología de la Universidad de Pensilvania. Tras la finalización de los trabajos de investigación, se catalogaron unos 1.850 enterramientos situados en uno de los sectores más privilegiados de este enclave de la actual provincia iraquí de Dhi Qar. Las tumbas fueron utilizadas durante un largo periodo de tiempo, entre el 2650 y el 2050 a. C.
Una buena parte de las tumbas encontradas constan de pequeñas cámaras a las que se accedía por un pasillo inclinado (dromos). Algunas son más complejas, con varias estancias o habitaciones por las que se distribuyen los ajuares funerarios. Entre las peculiaridades presentes en las tumbas reales de Ur, encontramos la evidencia de sacrificios humanos y animales, similares a los documentados en Egipto durante las primeras dinastías. En tumbas como la de la princesa Puabi aparecieron 70 individuos sacrificados (posiblemente narcotizados antes de morir y ser enterrados), lo que parece indicar la creencia de que el fallecido requeriría de los mismos cuidados que tuvo en vida, pero a partir de ahora en el otro mundo. Entre todas estas tumbas destacan algunas (unas 16) por sus dimensiones, pero sobre todo por la calidad de los objetos encontrados en su interior, lo que ha llevado a considerarlas lugar de reposo de los reyes sumerios de la I Dinastía de Ur, como Meskalamdug, Shulgi y Amar-Sin.
La presencia en la tumba del rey Meskalamdug de instrumentos musicales, armas e incluso concubinas nos indica que podría seguir gozando de ciertos placeres en el Más Allá
En estas tumbas de gran riqueza, los fallecidos fueron enterrados en simples ataúdes hechos con materiales no suntuosos, como madera, mimbre o arcilla. Incluso llegaron a ser envueltos con una sencilla estera, pero junto a ellos apareció un gran ajuar formado por piezas de gran valor, realizadas con oro, plata, lapislázuli y conchas. Entre las más representativas se encuentra una estatua datada a mediados del III milenio antes de nuestra era, en la que aparecen dos carneros apoyados sobre un árbol, todo con bella manufactura, pero sobre todo destaca el conocido como estandarte de Ur, realizado con conchas, cornalina y lapislázuli, que fue sometido a un riguroso proceso de reconstrucción por estar totalmente deteriorado en el momento de su aparición.
Al parecer, el estandarte no fue más que una caja de resonancia de algún tipo de instrumento musical, aunque no podemos asegurarlo. En él se distinguen dos caras, la de la paz y la de la guerra; la primera con la representación de un banquete y la segunda de una batalla. Igual atención merece el casco de Meskalamdug, encontrado en la tumba PG 1054. Existen muchas dudas a la hora de conocer la identidad de este personaje, pero generalmente se le considera el padre de Mesannepada, fundador de la primera dinastía sumeria, que logró derrotar al rey de Kish e incluso al mítico Gilgamesh. Meskalamdug fue hallado en un sencillo ataúd de madera, acompañado de una gran cantidad de armas, entre ellas una daga y un fabuloso casco realizado en oro.
Destaca en el mundo mesopotámico la complejidad de sus rituales y la presencia de sacrificios humanos
Por lo que hemos visto, podemos deducir que el monarca y su familia seguirían disfrutando de un tipo de vida similar a la terrenal en el más allá. La presencia de instrumentos musicales, armas e incluso concubinas nos indica que podría seguir gozando de ciertos placeres eróticos, banquetes y cantos, mientras que para el resto de los mortales su destino no era tan halagüeño, al menos en un principio. La sofisticación de las piezas que formaban parte de algunos ajuares funerarios y la riqueza de algunas de sus tumbas ha llevado a los arqueólogos a proponer un nuevo punto de vista en lo que concierne a la visión que los sumerios tenían del mundo del más allá. La complejidad de sus rituales y la presencia de sacrificios humanos fue el argumento esgrimido para encontrar posibles similitudes entre el mundo mesopotámico y el egipcio pero, desafortunadamente, la escasez del registro arqueológico de naturaleza funeraria hace que sea imposible establecer su evolución y, aún menos, equipar los rituales mesopotámicos con los que nos encontramos en el Egipto dinástico.
En el mundo acadio se desarrollaron desde fechas muy tempranas unas técnicas con las que se pretendía adivinar los hechos futuros para mejorar la vida del ser humano. Como vimos, el pensamiento religioso sumerio centró su atención en el desarrollo de la mitología y la comprensión de sus dioses, mientras que el acadio se mostró más preocupado por el ser humano y sus problemas diarios: la enfermedad, la supervivencia en un mundo hostil, la protección contra seres infernales y, sobre todo, la muerte.
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