Sirenas y cabezas que hablan
Los orígenes del circo no escaparon de la picaresca y la falta de escrúpulos que mostraron algunos de sus pioneros para timar al público más inocente. Javier Ramos nos descubre esta y muchas más historias en 'Eso no estaba en mi libro de historia del circo' (Almuzara)
Phineas Taylor Barnum es un ejemplo perfecto de esta clase de picaresca 'circense'. Un genio del marketing que inventó cientos de trucos publicitarios, muchos de ellos rayando de forma obscena el timo o la mentira.
La llamada 'Sirena de Fiji' fue probablemente el primer fenómeno de masas que tuvo el Museo Americano de Barnum a finales del siglo XIX. Toda la ciudad de Nueva York se empapeló de carteles que anunciaban que en el Museo reposaba el cadáver embalsamado de una auténtica sirena. Se la describía, además, como una criatura seductora, con los pechos al aire. Como habrá adivinado el lector, nada de aquello era cierto.
Pero a Barnum no le importaba. Era consciente de la fuerza estética y visual de aquel engendro, que no era otra cosa que el tronco de un mono, previamente afeitado por completo, al que le habían ido cosiendo partes de un pez, hasta conseguir un aspecto tan horrendo como fascinante, que podría pasar como una sirena. Se trataba de una de esas composiciones artificiales que se vendían a modo de curiosidad en Indonesia.
Para comprobar si era real o no, Barnum llevó a la 'sirena' a un naturalista norteamericano. Este le dijo, en cuanto la vio, que era una impostura. Cuando Barnum le preguntó por qué, el naturalista le contestó: "Porque yo no creo en sirenas". Unos días después, hizo un trato con Moses Kimball, y le alquiló la sirena por 12 dólares y 50 centavos a la semana y convino en contratarlo como empresario de la sirena y pagarle un salario.
Tan pronto como la sirena llegó a sus manos, la fértil imaginación de Barnum evaluó la situación e ideó un plan maestro para ganar dinero con su nueva adquisición. Tras una preparación meticulosa, envió una serie de cartas a varios periódicos en las que decía que el famoso naturalista inglés doctor Griffin del (inexistente) Liceo de Historia Natural de Londres, iba a llegar a Estados Unidos. El galeno traía consigo una gran curiosidad (una sirena atrapada en las Islas Fiji) y se esperaba que fuera posible convencerlo para mostrarla al público. Fue el asistente de Barnum, el abogado Levi Lyman, quien se hizo pasar por el doctor Griffin. Al día siguiente, cuando el supuesto médico salió rumbo a Nueva York, los periódicos de Philadelphia mostraban en sus portadas la noticia de la sirena.
La exhibición de sirenas falsas en circos y ferias fue un negocio lucrativo en Europa y Estados Unidos
Ante tal reclamo, los visitantes fueron llegando poco a poco al museo de Barnum, atraídos por la fama de aquel ser de menos de un metro de longitud. Consiguió triplicar los tiques de venta.
Durante los siglos XVIII y XIX hubo un comercio animado de sirenas falsas, las cuales eran exhibidas por toda Europa y en Estados Unidos. Es probable que la Sirena de Fiji haya sido la que fue fabricada con más destreza. Considerando el alcance de los conocimientos de historia natural en los primeros años del siglo XIX, no es sorprendente que una sirena como esta pudiera ser aceptada por médico y zoólogos.
La exhibición de sirenas falsas en circos y ferias fue un negocio lucrativo aunque, en ocasiones, peligroso. Con frecuencia los especímenes eran comprados o vendidos por sumas considerables. Gente como P. T. Barnum ganó mucho dinero. Pero también hubo hombres que fueron arruinados por las sirenas falsas y de poco fiar.
Se exhibieron yetis congelados, otros sirénidos, animales con deformaciones...
La Sirena de Fiji fue solo el pistoletazo de salida de la acumulación de figuras extravagantes y estrambóticas que Barnum comenzó a exhibir para deleite del público. Se sucedieron yetis congelados, otros sirénidos, animales con deformaciones y otros que jamás habían sido visto antes por los americanos…
LA CABEZA PARLANTE
Uno de los casos más surrealistas del mundo del espectáculo de feria y barraca fue el de la denominada 'cabeza parlante', que además era adivinadora. La cabeza sin cuerpo no era más que el producto ilusorio de un sencillo juego de espejos, encargado de ocultar la parte de la anatomía interesada, lo que a ojos del público se percibía como un ser prodigioso. El truco no era nada nuevo a finales del siglo XIX y principios del XX, ya que aparecía en el Quijote de Miguel de Cervantes (parte II, LXII).
Un científico loco que había conseguido dar vida a una cabeza humana sin cuerpo
La cabeza parlante es un efecto que fue creado a finales del siglo XIX que se presentaba con un profesor, el creador de esta maravilla del mundo. Un científico loco que había conseguido dar vida a una cabeza humana sin cuerpo. Esta cabeza era capaz de hablar, oler, comer y beber. Cuando hacía acto de presencia en el escenario o la pista del circo, los espectadores se preguntaban cómo era posible aquel fenómeno y saludaban a la cabeza parlanchina con una mezcla de timidez y temor. A su vez, la cabeza parlante era heredera de un número de magia del siglo XVI.
La cabeza parlante requería de un montaje o tramoya tipo las películas del Santo; una persona vestida de negro, frente a una tela del mismo color, iba respondiendo las preguntas que él le realizaba. Para darle un toque tétrico y favorecer el engaño óptico, es decir, el simular que la cabeza flotaba, la habitación estaba iluminada por unas pocas velas de cebo.
Los espectadores podían acercarse bastante cerca de la mesa, pero debían evitar tocar la cabeza. Para que el truco funcionara se debía tener cuidado con la unión del espejo a las patas de la mesa: no debía haber jirones visibles en el revestimiento de las piernas. Y, por supuesto, el espejo debía estar escrupulosamente limpio. Las cortinas a ambos lados de la mesa se usaban para evitar que los espectadores se pusieran al costado de la mesa y así ver el truco.
Portada de Eso no estaba en mi libro de historia del circo, de Javier Ramos
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