La casa de la diosa de la muerte
La casa de la diosa de la muerte está muy cerca de Cartago (Túnez). Se trata de un antiguo cementerio en cuyos túneles dicen que se aparecen los espíritus de los niños sacrificados.
Es un lugar tétrico, especialmente cuando los historiadores nos aseguran que las cientos, quién sabe si miles de tumbas que nos rodean dentro y fuera de tierra, pertenecen casi con toda seguridad a niños que fueron sacrificados. Al menos esas en las que aparece la representación de la terrible diosa de la muerte Tanit… Pero vayamos por unos instantes al pasado. En el 814 a.C. se pone la primera piedra de la ciudad de Cartago, en cuyos orígenes se funden lo mitológico y lo real, como suele ocurrir en el tiempo más antiguo, haciendo imposible resolver dónde empieza uno y termina el otro. Aquí se dice que la princesa Dido, hermana del rey de Tiro Pigmalión, llegó a Túnez y planteó a los habitantes de aquel tiempo adquirir tanta tierra como abarcara una piel de buey. Y cayeron en la trampa, pues la piel fue cortada repetidas veces en finas capas como si fuera una cebolla, alcanzando unas dimensiones descomunales, por un precio ínfimo. Así surgió Byrsa –que como es lógico significa «piel de buey»– en lo que sería la génesis de la universal Cartago. Fue plaza fuerte de grandes imperios, hasta tal punto que el senador romano Catón, harto de la resistencia planteada por el general cartaginés Aníbal, culminaba sus discursos con un delenda est Cartago –«hay que destruir Cartago»–, toda una declaración de intenciones…
Hoy día ya no hay batallas ni grandes discursos; por el contrario sí es fácil ver cómo han crecido varias matas de pimientos rojos, agua de azahar, algún friso con la silueta de un pez o de la mano de Fátima que protege de todo mal… Porque estos son algunos de los elementos que los habitantes del sur del país emplean para protegerse de los espíritus, esos mismos que se pasean por la sura IV del libro sagrado musulmán, el Corán. Esta región inspiró a Georges Lucas para localizar los abruptos exteriores de su exitosa Guerra de la Galaxias. No es difícil sorprenderse al contemplar las impresionantes casas troglodíticas, una suerte de laberinto de estancias que discurren bajo tierra, y que pertenecen a los clanes beréberes que desde hace siglos se asentaron en este desierto. Pero Cartago es diferente; incluso hoy día, cuando apenas es una herida de lo que fue. Y junto a ella, sin orden ni concierto, se alzan retorcidas las lápidas de un cementerio diferente, en cada una de las cuales aparece representada una diosa del mundo anterior: Tanit.
Tanit es el equivalente a la Astarté fenicia, una diosa nocturna cruel y pálida como la misma Luna llena
Pasear por el recinto invita a sobrecogerse, especialmente cuando accedemos a las entrañas de la madre tierra, donde se halla el templo natural en el que se realizaban los ritos de adoración a Tanit, que como ya habrán imaginado, estaban bien teñidos de rojo. Allí, entre sombras, se aprecia que la galería fue excavada a conciencia, ya que en un punto intermedio se abrió una pequeña oquedad que comunica con el exterior. En ese instante un rayo de luz rompe la oscuridad e ilumina una lápida que parece crecer del suelo. No es casualidad. La luz de la Luna debía de causar el mismo efecto, y era entonces cuando los sacerdotes de esta religión iniciaban entre cánticos sus ritos de sacrificio, mientras los bebés y niños que en cuestión de segundos servirían para saciar el hambre de muerte de la cruel Tanit, se retorcían en los ofertorios, sumidos en un leve estado de sueño a consecuencia de las plantas sagradas que les habían obligado a consumir. Después, el cuchillo se hundía en sus carnes, y el sacrificio finalizaba…
Asegura el escritor Miguel G. Aracil que en ciertos textos clásicos «se nos narra que el terrible sacrificio se realizó ante una sombría estatua de bronce de gran tamaño que representaba a Baal –esposo de Tanit–, y que esta figura tenía las manos extendidas e inclinadas hacia el suelo, de manera que una vez colocado el bebé en la pequeña plataforma, ésta basculaba y lo hacía caer en un gran agujero lleno de llamas, donde era devorado por el fuego».
No creo en energías negativas ni positivas, pero sí en la intuición del ser humano. Por eso no es extraño lo que muchos refieren al pisar este enclave de la diosa de la muerte: que algo en nuestro interior nos advierte, el malestar se apodera de nosotros y nos invita a marchar cuanto antes. El exterior está sembrado de cuerpos, de cuerpos de pequeños que fueron víctimas de la superstición de un tiempo en el que el hombre temió a sus dioses, porque éstos parecían manifestarse con insoportable frecuencia y muy malas intenciones…
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