Ocultismo
01/01/2007 (00:00 CET)
Actualizado: 06/11/2014 (09:58 CET)
El secreto de la Gran Obra
La alquimia es una «ciencia sagrada» que hunde sus raíces en la antigüedad. Sin embargo, es a partir de la Edad Media cuando su influencia en el arte se hace más evidente. Suele considerarse a los alquimistas como unos denostados precursores de la química moderna, afanados en la búsqueda de una quimera, la Piedra Filosofal, elemento capaz de tranformar los metales en oro
Esta sería la alquimia «operativa». Sin embargo, existe otra alquimia, la «filosófica», cuyos practicantes tendrían como meta la transmutación de la materia, la búsqueda la inmortalidad y el ascenso hacia Dios.
A pesar de tratarse de un conocimiento hermético, su práctica no implicaba un enfrentamiento directo con la Iglesia de Roma. De hecho, a lo largo de los siglos fueron muchos los monarcas, nobles y miembros de la jerarquía católica que mostraron interés por esta «ciencia», e incluso fueron avezados alquimistas. Tales prácticas no solían implicar un rechazo de las doctrinas cristianas, sino una especie de «vía secundaria» para contactar con la divinidad durante la vida.
Los alquimistas «cifraron» sus conocimientos mediante símbolos complejos de difícil interpretación, y éstos se transmitieron a través de las obras de arte. No es extraño, por tanto, encontrar creaciones artísticas que, a ojos de los iniciados, adquirían un jugoso significado. A continuación veremos algunas obras cuya vinculación con la alquimia parece fuera de toda duda.
La Melancolía de Durero
Uno de los ejemplos más citados por la bibliografía alquímica es el del pintor y grabador alemán Alberto Durero (1471-1528). Y más especialmente una de sus obras maestras, el grabado titulado Melancolía I (1514). Este trabajo está repleto de simbología alquímica y esotérica, como veremos a continuación. En época renacentista tenía gran predicamento la teoría de los cuatro «humores» o temperamentos del cuerpo humano: flemático, colérico, sanguíneo y melancólico. De entre estos humores o estados, el melancólico poseía una significación claramente alquímica, correspondiendo al color negro y al nigredo, una de las fases del proceso alquímico. Bajo este prisma, la lectura del título del grabado adquiere un sentido muy concreto. Si a este detalle unimos la rica simbología, tenemos un grabado claramente alquímico.
Vemos en dicha obra una balanza y un reloj de arena, símbolos de Saturno. Este planeta está asociado, en la práctica de la alquimia, al color negro (nigredo), y al plomo, el metal utilizado inicialmente por los alquimistas. Hay también una rueda de molino, símbolo de la «vía seca», uno de los métodos para lograr la obtención de la Gran Obra, y también emblema de la putrefacción.
La alusión al nigredo está también presente en el rostro oscurecido de Citrinitas, el hermafrodita alado que aparece en primer término, con aire melancólico, y que sostiene un compás en sus manos. Además, vemos un poliedro, también símbolo de Saturno, una escalera de siete peldaños (que alude a los pasos que debe seguir el alquimista), un arcoiris y una esfera. Esta última, junto al poliedro, aluden a la geometría como base de la alquimia. Otros detalles de tinte esotérico son el perro, las herramientas dispuestas en el suelo y el crisol encendido, que casi pasa desapercibido, semioculto por el poliedro. Por último, llama la atención el cuadrado mágico, situado sobre el «ángel». Se trata de un cuadrado de 16 cifras (4 por 4), cuya suma da siempre 34. Es el llamado cuadrado de Júpiter, un emblema mágico, un talismán de propiedades curativas. Por otra parte, este grabado alude, además de a la práctica de la alquimia, a la melancolía como generadora de la creatividad.
Otra de las obras de Durero, también ofrece una sugerente lectura. Se trata de Guerson como peregrino (1494). En él aparece un personaje, tocado con sombrero y provisto de bastón, sosteniendo en la mano izquierda un escudo con el símbolo del Sol, la Luna, dos alas en torno a una «T» dentro de un corazón y cinco estrellas. El peregrino podría ser interpretado como un símbolo del alquimista que emprende la búsqueda de la Piedra Filosofal, e igualmente como representación del mercurio alquímico. No en vano, el peregrino va en busca de una meta, al igual que el alquimista.
En la misma fecha en que Durero realizaba su Melancolía I, otro artista alemán, Matthias Grünewald, remataba su obra maestra, la pieza de Altar de Isenheim (1515). Se trata de un políptico formado con tablas que representan distintas escenas de la vida de Cristo y de varios santos, como San Antonio, San Pablo o San Sebastián.
Al igual que Durero, Grünewald también incorporó en sus obras elementos procedentes de la tradición alquímica, o al menos esa es la lectura que han realizado algunos estudiosos e historiadores del arte, para quienes Grünewald podría ser calificado de «pintor místico».
De las variadas piezas que forman este trabajo, nos interesan especialmente las que representan la Crucifixión y la Resurrección de Cristo. La primera de ellas muestra la muerte del Mesías con un realismo y una dureza terribles. Algunos autores sugieren una identificación entre los tormentos de Cristo y los procesos de la Obra, desde la putrefacción hasta la obtención de la piedra filosofal. Un alquimista medieval, Gratheus, aseguraba en sus textos que las distintas fases de la vida de Jesús (representadas en la obra de Grünewald), servían para representar las fases del «martirio del mercurio y la fijación del azufre», parte del trabajo alquímico. En este sentido, la pieza de la Resurrección, en la que Jesús aparece rodeado por una aureola de luz que deslumbra y ciega a los soldados romanos que custodian la tumba, sería una representación del Cristo-Lapis, el hombre divinizado, el iniciado por excelencia, que ha abandonado sus atributos físicos y se ha convertido en puro espíritu, al igual que las fases de la Gran Obra van transformando la materia hasta lograr la Piedra Filosofal o Lapis philosophorum. Además, el uso de ciertos colores tendría también un significado hermético. Así, destacan el uso del bermellón (que aludiría a la Piedra Filosofal o Rey Rojo, Cristo resucitado, que viste un manto de ese color), o el verde-oro, símbolo del mercurio.
La muerte de Procris
Una obra más antigua, La muerte de Procris (1495), de Piero di Cosimo, está plagada de referencias alquímicas, aunque a primera vista representa una escena mitológica, la de Céfalo y Procris, presente en Las Metamorfosis de Ovidio. Gracias a Vasari, biógrafo y artista del Renacimiento, sabemos que Di Cosimo era un entusiasta de la alquimia. De hecho, su práctica le obsesionó y terminó arruinado.
En el cuadro aparecen varios perros. Los del fondo aludirían a los estados sólido y volátil de la materia. El de primer término, Laelaps, ha sido interpretado como símbolo de Hermes Trismegisto, pues en muchos tratados alquímicos se le representa mediante la cabeza de un perro. El pelícano blanco, que aparece en el agua, sería una referencia al albedo, otra de las fases del trabajo. Otro símbolo está encarnado por Procris, envuelta en telas rojas y doradas, colores identificados con la piedra filosofal. Además, el cuerpo de la joven simbolizaría la materia prima.
También son interesantes los trabajos de Lucas Cranach el Viejo. Entre sus obras destacan varias series de pinturas dedicadas a representar El juicio de Paris, pasaje cuya importancia hermética ya mencionamos al hablar de Botticelli. Cranach tiene también otra serie, dedicada a la Melancolía, en las que sigue un esquema similar al utilizado por Durero en su grabado. En las pinturas de Cranach aparecen niños jugando, probablemente una representación del ludum puerorum (juego de los niños), un motivo alquímico.
El cardenal alquimista
Mucho más evidentes son algunas de las pinturas del Palacio Farnesio de Caprarola (Italia). Tal y como explica el profesor Francisco Esteban Lorente, la decoración realizada por Federico Zuccari en el estudio particular del cardenal Farnesio crean una auténtica habitación hermética.
Dicho recinto está ubicado en el ala de verano, en la sala de la Solitudine, destinada a la meditación. Una de las pinturas muestra a un hombre desnudo, barbado y con alas en la cabeza, que sostiene un extraño símbolo en la mano derecha y una esfera en la izquierda. Este símbolo es una fusión de varios emblemas alquímicos: plomo, estaño, plata, cobre, mercurio, azufre y vitriolo. Este hombre desnudo es, por tanto, un símbolo de la Gran Obra. El recinto cuenta además con otra pintura, que representa una no menos extraña figura, conocida como Hermathena, una fusión de Hermes y Atenea. Es un andrógino, emblema de la «culminación de la Gran Obra». En este caso, las pinturas constituyen una evidencia de la faceta del cardenal Farnesio como alquimista.
Visiones sobrenaturales
Otro genio de la pintura, Rembrandt, también representó motivos esotéricos. El sentido hermético se aprecia claramente en dos de sus obras. La primera de ellas es El festín de Baltasar (1638). El cuadro representa un pasaje del Libro de Daniel. En él, se cuenta cómo el rey Baltasar de Babilonia celebró un fastuoso banquete, en el cual no se honró al verdadero Dios. Durante la celebración surgió una aparición sobrenatural, una mano que dibujó en el aire una extraña inscripción en hebreo (Mené Mené Teqel Parsin), que sólo el profeta Daniel pudo interpretar. Se trataba de un vaticinio de la muerte del propio Baltasar. Con total seguridad, el tema del cuadro y la inclusión de la inscripción estuvo motivada por la amistad del artista con el sabio judío Menasseh ben Israel, vecino de Rembrandt y que publicó un libro sobre el tema, explicando que la inscripción había que leerla de arriba hacia abajo y de derecha a izquierda, y no de forma horizontal.
El otro trabajo de Rembrandt es aún más sugerente, puesto que no se ha interpretado con éxito su auténtico sentido. Se trata del grabado Fausto o El Alquimista. En él aparece representado un anciano sabio en su biblioteca, y observa sorprendido la aparición sobrenatural de un extraño símbolo con caracteres indescifrables, acompañado de una mano que señala una elipse. Los historiadores no se ponen de acuerdo sobre el significado concreto del grabado. Algunos sugieren que puede representar a Faustus Socimus, fundador de la «secta de los socialianos». Para otros, por el contrario, se trataría de un cabalista judío, durante la celebración de una ceremonia. Se ha llegado a sugerir, incluso, que podría ser una representación del propio Rembrandt, plasmado como mago y cabalista.
A pesar de tratarse de un conocimiento hermético, su práctica no implicaba un enfrentamiento directo con la Iglesia de Roma. De hecho, a lo largo de los siglos fueron muchos los monarcas, nobles y miembros de la jerarquía católica que mostraron interés por esta «ciencia», e incluso fueron avezados alquimistas. Tales prácticas no solían implicar un rechazo de las doctrinas cristianas, sino una especie de «vía secundaria» para contactar con la divinidad durante la vida.
Los alquimistas «cifraron» sus conocimientos mediante símbolos complejos de difícil interpretación, y éstos se transmitieron a través de las obras de arte. No es extraño, por tanto, encontrar creaciones artísticas que, a ojos de los iniciados, adquirían un jugoso significado. A continuación veremos algunas obras cuya vinculación con la alquimia parece fuera de toda duda.
La Melancolía de Durero
Uno de los ejemplos más citados por la bibliografía alquímica es el del pintor y grabador alemán Alberto Durero (1471-1528). Y más especialmente una de sus obras maestras, el grabado titulado Melancolía I (1514). Este trabajo está repleto de simbología alquímica y esotérica, como veremos a continuación. En época renacentista tenía gran predicamento la teoría de los cuatro «humores» o temperamentos del cuerpo humano: flemático, colérico, sanguíneo y melancólico. De entre estos humores o estados, el melancólico poseía una significación claramente alquímica, correspondiendo al color negro y al nigredo, una de las fases del proceso alquímico. Bajo este prisma, la lectura del título del grabado adquiere un sentido muy concreto. Si a este detalle unimos la rica simbología, tenemos un grabado claramente alquímico.
Vemos en dicha obra una balanza y un reloj de arena, símbolos de Saturno. Este planeta está asociado, en la práctica de la alquimia, al color negro (nigredo), y al plomo, el metal utilizado inicialmente por los alquimistas. Hay también una rueda de molino, símbolo de la «vía seca», uno de los métodos para lograr la obtención de la Gran Obra, y también emblema de la putrefacción.
La alusión al nigredo está también presente en el rostro oscurecido de Citrinitas, el hermafrodita alado que aparece en primer término, con aire melancólico, y que sostiene un compás en sus manos. Además, vemos un poliedro, también símbolo de Saturno, una escalera de siete peldaños (que alude a los pasos que debe seguir el alquimista), un arcoiris y una esfera. Esta última, junto al poliedro, aluden a la geometría como base de la alquimia. Otros detalles de tinte esotérico son el perro, las herramientas dispuestas en el suelo y el crisol encendido, que casi pasa desapercibido, semioculto por el poliedro. Por último, llama la atención el cuadrado mágico, situado sobre el «ángel». Se trata de un cuadrado de 16 cifras (4 por 4), cuya suma da siempre 34. Es el llamado cuadrado de Júpiter, un emblema mágico, un talismán de propiedades curativas. Por otra parte, este grabado alude, además de a la práctica de la alquimia, a la melancolía como generadora de la creatividad.
Otra de las obras de Durero, también ofrece una sugerente lectura. Se trata de Guerson como peregrino (1494). En él aparece un personaje, tocado con sombrero y provisto de bastón, sosteniendo en la mano izquierda un escudo con el símbolo del Sol, la Luna, dos alas en torno a una «T» dentro de un corazón y cinco estrellas. El peregrino podría ser interpretado como un símbolo del alquimista que emprende la búsqueda de la Piedra Filosofal, e igualmente como representación del mercurio alquímico. No en vano, el peregrino va en busca de una meta, al igual que el alquimista.
En la misma fecha en que Durero realizaba su Melancolía I, otro artista alemán, Matthias Grünewald, remataba su obra maestra, la pieza de Altar de Isenheim (1515). Se trata de un políptico formado con tablas que representan distintas escenas de la vida de Cristo y de varios santos, como San Antonio, San Pablo o San Sebastián.
Al igual que Durero, Grünewald también incorporó en sus obras elementos procedentes de la tradición alquímica, o al menos esa es la lectura que han realizado algunos estudiosos e historiadores del arte, para quienes Grünewald podría ser calificado de «pintor místico».
De las variadas piezas que forman este trabajo, nos interesan especialmente las que representan la Crucifixión y la Resurrección de Cristo. La primera de ellas muestra la muerte del Mesías con un realismo y una dureza terribles. Algunos autores sugieren una identificación entre los tormentos de Cristo y los procesos de la Obra, desde la putrefacción hasta la obtención de la piedra filosofal. Un alquimista medieval, Gratheus, aseguraba en sus textos que las distintas fases de la vida de Jesús (representadas en la obra de Grünewald), servían para representar las fases del «martirio del mercurio y la fijación del azufre», parte del trabajo alquímico. En este sentido, la pieza de la Resurrección, en la que Jesús aparece rodeado por una aureola de luz que deslumbra y ciega a los soldados romanos que custodian la tumba, sería una representación del Cristo-Lapis, el hombre divinizado, el iniciado por excelencia, que ha abandonado sus atributos físicos y se ha convertido en puro espíritu, al igual que las fases de la Gran Obra van transformando la materia hasta lograr la Piedra Filosofal o Lapis philosophorum. Además, el uso de ciertos colores tendría también un significado hermético. Así, destacan el uso del bermellón (que aludiría a la Piedra Filosofal o Rey Rojo, Cristo resucitado, que viste un manto de ese color), o el verde-oro, símbolo del mercurio.
La muerte de Procris
Una obra más antigua, La muerte de Procris (1495), de Piero di Cosimo, está plagada de referencias alquímicas, aunque a primera vista representa una escena mitológica, la de Céfalo y Procris, presente en Las Metamorfosis de Ovidio. Gracias a Vasari, biógrafo y artista del Renacimiento, sabemos que Di Cosimo era un entusiasta de la alquimia. De hecho, su práctica le obsesionó y terminó arruinado.
En el cuadro aparecen varios perros. Los del fondo aludirían a los estados sólido y volátil de la materia. El de primer término, Laelaps, ha sido interpretado como símbolo de Hermes Trismegisto, pues en muchos tratados alquímicos se le representa mediante la cabeza de un perro. El pelícano blanco, que aparece en el agua, sería una referencia al albedo, otra de las fases del trabajo. Otro símbolo está encarnado por Procris, envuelta en telas rojas y doradas, colores identificados con la piedra filosofal. Además, el cuerpo de la joven simbolizaría la materia prima.
También son interesantes los trabajos de Lucas Cranach el Viejo. Entre sus obras destacan varias series de pinturas dedicadas a representar El juicio de Paris, pasaje cuya importancia hermética ya mencionamos al hablar de Botticelli. Cranach tiene también otra serie, dedicada a la Melancolía, en las que sigue un esquema similar al utilizado por Durero en su grabado. En las pinturas de Cranach aparecen niños jugando, probablemente una representación del ludum puerorum (juego de los niños), un motivo alquímico.
El cardenal alquimista
Mucho más evidentes son algunas de las pinturas del Palacio Farnesio de Caprarola (Italia). Tal y como explica el profesor Francisco Esteban Lorente, la decoración realizada por Federico Zuccari en el estudio particular del cardenal Farnesio crean una auténtica habitación hermética.
Dicho recinto está ubicado en el ala de verano, en la sala de la Solitudine, destinada a la meditación. Una de las pinturas muestra a un hombre desnudo, barbado y con alas en la cabeza, que sostiene un extraño símbolo en la mano derecha y una esfera en la izquierda. Este símbolo es una fusión de varios emblemas alquímicos: plomo, estaño, plata, cobre, mercurio, azufre y vitriolo. Este hombre desnudo es, por tanto, un símbolo de la Gran Obra. El recinto cuenta además con otra pintura, que representa una no menos extraña figura, conocida como Hermathena, una fusión de Hermes y Atenea. Es un andrógino, emblema de la «culminación de la Gran Obra». En este caso, las pinturas constituyen una evidencia de la faceta del cardenal Farnesio como alquimista.
Visiones sobrenaturales
Otro genio de la pintura, Rembrandt, también representó motivos esotéricos. El sentido hermético se aprecia claramente en dos de sus obras. La primera de ellas es El festín de Baltasar (1638). El cuadro representa un pasaje del Libro de Daniel. En él, se cuenta cómo el rey Baltasar de Babilonia celebró un fastuoso banquete, en el cual no se honró al verdadero Dios. Durante la celebración surgió una aparición sobrenatural, una mano que dibujó en el aire una extraña inscripción en hebreo (Mené Mené Teqel Parsin), que sólo el profeta Daniel pudo interpretar. Se trataba de un vaticinio de la muerte del propio Baltasar. Con total seguridad, el tema del cuadro y la inclusión de la inscripción estuvo motivada por la amistad del artista con el sabio judío Menasseh ben Israel, vecino de Rembrandt y que publicó un libro sobre el tema, explicando que la inscripción había que leerla de arriba hacia abajo y de derecha a izquierda, y no de forma horizontal.
El otro trabajo de Rembrandt es aún más sugerente, puesto que no se ha interpretado con éxito su auténtico sentido. Se trata del grabado Fausto o El Alquimista. En él aparece representado un anciano sabio en su biblioteca, y observa sorprendido la aparición sobrenatural de un extraño símbolo con caracteres indescifrables, acompañado de una mano que señala una elipse. Los historiadores no se ponen de acuerdo sobre el significado concreto del grabado. Algunos sugieren que puede representar a Faustus Socimus, fundador de la «secta de los socialianos». Para otros, por el contrario, se trataría de un cabalista judío, durante la celebración de una ceremonia. Se ha llegado a sugerir, incluso, que podría ser una representación del propio Rembrandt, plasmado como mago y cabalista.
Comentarios
Nos interesa tu opinión