Niños cobaya, el lado más siniestro de la ciencia
"Experimentos prohibidos" es la etiqueta que reciben genéricamente un conjunto de investigaciones que tuvieron como protagonistas a niños. Estos pequeños terminaban sometidos a pruebas científicas crueles y potencialmente dañinas con el único afán de resolver la curiosidad académica. Este auténtico museo de los horrores no es tan lejano en el tiempo como parece
En múltiples ocasiones, la Ciencia se viste con sus ropajes más siniestros. El afán por satisfacer una curiosidad a toda costa, a veces la conduce por los senderos más truculentos donde los escrúpulos y la ética no existen. La historia del conocimiento humano está repleta de esta clase de "Experimentos Prohibidos". Enseguida vienen a la memoria las aberraciones cometidas por los médicos nazis en los campos de prisioneros de la Segunda Guerra Mundial. Pero estos ensayos clínicos despiadados sólo son la punta de un iceberg que ofrece su lado más hiriente y amargo cuando las cobayas utilizadas en los estudios son niños. Entonces, el horror cobra una dimensión desconocida que no nos dice nada del experimento en sí, sino más bien de la catadura inmoral de quien lo ha diseñado.
HUÉRFANOS "COBAYAS" TARTAMUDOS
El año 2001 el diario The San Jose Mercury News publicó una serie de artículos firmados por Jim Dyer. El periodista se hacía eco de una tesis doctoral celosamente guardada en los archivos de la Universidad de Iowa y rubricada por Mary Tudor. Lo que llamó la atención de Dyer era el apodo que tenía ese trabajo académico entre muchos estudiantes de la universidad: Monster Study.
La tesis doctoral había sido dirigida en el año 1939 por uno de los más prestigiosos profesores del campus, Wendell Johnson, experto en el estudio de la tartamudez y fundador de un centro mundialmente reconocido para la investigación de dicha discapacidad del habla. Sin embargo, Johnson nunca favoreció la publicación de la tesis de su pupila como solía ser habitual. Ni tan siquiera la incluyó en los índices bibliográficos de sus artículos posteriores sobre la materia. Literalmente, trató aquel trabajo como si nunca hubiera existido. Pero existió y cuando el periodista de The San Jose Mercury News sacó a la luz el asunto, tanto la Universidad como el propio Estado de Iowa recibieron una demanda millonaria en razón de los daños causados. ¿En qué consistía el Monster Study?
La idea era inducir la tartamudez a un grupo de niños que no mostraban problemas de habla. A muchos les quedaron secuelas
Durante los años treinta del siglo XX, las causas de la tartamudez se situaban en el ámbito de la fisiología. Un funcionamiento inadecuado de la actividad neuromuscular estaba en el origen de esos problemas al hablar, aspecto que se creía haber confirmado a través de un dispositivo llamado electromiógrafo. Sin embargo, el profesor Wendell Johnson tenía otra teoría. Él mismo era tartamudo, aunque durante parte de su niñez se expresó con perfecta naturalidad. Sólo cuando un profesor comenzó a decirle a sus padres que tenía un defecto en el habla, entonces Johnson empezó a obsesionarse, vacilar y repetir sonidos cada vez con mayor frecuencia. Guiado por esta experiencia personal, Johnson concluyó que la tartamudez "no comienza en la boca del niño sino en el oído de los padres". Por consiguiente, su revolucionario planteamiento postulaba que esta discapacidad no procedía de la genética o de determinadas disfunciones neuromusculares. Más bien, podía ser algo psicológico y condicionado por el entorno. Y si se podía adquirir por inducción externa, también podía corregirse de idéntica manera. Para demostrar su hipótesis este profesor de Iowa echó mano de una de sus estudiantes de postgrado, Mary Tudor, quien debía efectuar un experimento en el hogar de huérfanos de Davenport. Allí residían en 1939 unos 600 niños sin padres o bien expósitos porque sus progenitores no podían cuidarlos. De este conjunto, Tudor seleccionó un grupo de estudio compuesto por 22 sujetos entre 5 y 15 años. Diez de los huérfanos presentaban problemas de tartamudez, mientras que la docena restante hablaba perfectamente. El diseño experimental planteado por el profesor y su alumna consistía en inducir la tartamudez al grupo sin discapacidad lingüística, mientras que se le intentaría corregir al grupo que presentaba ese problema previamente.
La manera de lograr tanto un efecto como el contrario resultaba muy sencilla: instrucciones y comentarios orales a los niños mientras disertaban delante de los experimentadores. A los niños tartamudos se les animaba utilizando expresiones del tipo: "Vas a superar el problema", "Enseguida hablarás mucho mejor de lo que lo haces ahora", "No hagas caso a lo que los demás dicen de ti al respecto", "Esto que te ocurre tan sólo es una fase y pasará"… En cambio, a los huérfanos que se expresaban fluidamente, los investigadores les interrumpían su discurso con vehemencia, ridiculizándolos y advirtiéndoles que detectaban problemas en su habla: "Presentas síntomas de tartamudez"; "Tienes que evitar a toda costa que este problema vaya a más"; "Utiliza tu fuerza de voluntad para evitarlo"; "Por favor, nunca hables si no puedes hacerlo como se debe"; "¿Conoces a fulanito? ¿Sabes que tartamudea? Pues él empezó de la misma manera que tú".
Pronto varios niños de este segundo grupo manifestaron dificultades, timidez, vergüenza y retraimiento en sus disertaciones públicas. Algunos directamente se negaron a hablar o evidenciaron miedo antes de decir cualquier cosa. Su rendimiento escolar también se vio afectado negativamente. En algún caso incluso hubo autolesión retorciéndose los dedos de desesperación al mostrarse el crío incapaz de expresarse con la naturalidad que lo hacía antes. Las secuelas permanecieron cuando terminó el experimento. Mary Tudor aún escribió al profesor Johnson un año más tarde, el 22 de abril de 1940: "Creo que con el tiempo… se recuperarán, pero, ciertamente, les causamos una impresión definitiva". La propia Mary intentó revertir el daño causado visitando varias veces el orfanato. Después, tras saltar la polémica, el año 2002, The American Journal of Speech-Language Pathology hizo una revisión y llegó a la conclusión de que este atroz experimento no había servido para nada. Los resultados fueron calificados como insignificantes o nada relevantes a la hora de demostrar las hipótesis del profesor Johnson. Ninguno de los sujetos se convirtió en tartamudo. En cambio, los otros efectos perniciosos y duraderos causados durante los seis meses de terapia negativa, sin consentimiento, fueron reconocidos y compensados por el Estado de Iowa con una suma de 925.000 dólares a seis de los huérfanos el 17 de agosto de 2007.
EL PEQUEÑO ALBERT
Unos años antes de que Wendell Johnson efectuara su experimento con huérfanos, el profesor de la Universidad John Hopkins, John W. Watson estaba fascinado con las investigaciones de Ivan Pavlov. Este investigador de la conducta y Premio Nobel ruso había desarrollado la teoría del reflejo condicionado, conforme a la cual resultaba posible inducir una conducta determinada y automática a un sujeto si se le adiestraba convenientemente. Una vez adquirido e interiorizado ese reflejo condicionado, el acto de respuesta podría llegar a producirse igualmente mediante un estímulo impropio o incompleto. Por ejemplo, Pavlov hacía sonar una campana e inmediatamente daba alimento a los perros de su laboratorio.
Watson, fascinado con los resultados del famoso experimento del perro de Pavlov, pensaba que podían replicarse en bebés
Pasado un tiempo suficiente, bastaba sencillamente con volver a hacer sonar la campana para que los canes salivaran aunque no tuvieran ninguna comida a la vista. Maravillado Watson con estos descubrimientos quiso aplicarlos en el aprendizaje con bebés. ¿Podría condicionarse el comporta- miento de un ser humano como hacía Pavlov con sus perros? Watson estaba convencido de que lograría modelar así, a medida, a cualquier persona. En 1930 escribió: "Dame una docena de niños sanos, bien formados, para que los eduque, y yo me comprometo a elegir uno de ellos al azar y adiestrarlo para que se convierta en un especialista de cualquier tipo que yo pueda escoger –médico, abogado, artista, hombre de negocios e incluso mendigo o ladrón–, prescindiendo de su talento, inclinaciones, tendencias, aptitudes, vocaciones y raza de sus antepasados". Lo cierto es que diez años antes había intentado poner a prueba esta misma idea.
Watson seleccionó a un bebé de once meses y tres días al que llamó Albert. Lo expuso a diferentes estímulos físicos como la presencia de una rata blanca, un conejo, un perro, un mono, máscaras, algodón, lana o periódicos en llamas. Albert no reaccionó con temor cuando experimentó por primera vez todas estas situaciones. Este hecho era justamente lo que Watson necesitaba comprobar para dar comienzo a su investigación. A partir de ahí todo cambió. El bebé volvió a ser expuesto ante la rata blanca, sólo que ahora, cada vez que aparecía a su alrededor e iba a jugar con ella, Watson golpeaba fuertemente una barra metálica con un martillo detrás de la nuca de Albert. El estrépito era de tal magnitud que el niño arrancaba a llorar completamente asustado. Tras repetir este condicionamiento numerosas veces, el bebé empezó a sentir miedo en cuanto veía aparecer a la rata de laboratorio. Es más, semejante aversión e inquietud se trasladaron a otros objetos que podían recordarle al animal por alguna de sus características físicas como la presencia de pelo o el color blanco. Por ejemplo, unas reacciones similares manifestó Albert al contemplar una máscara de Santa Claus, un conejo, un abrigo de piel de foca o un perro peludo. Estímulos que previamente resultaban neutros para el bebé, se habían convertido en tremendamente dolorosos por obra y gracia del doctor Watson.
De este experimento se conserva una película en blanco y negro y John B. Watson la difundió en diferentes conferencias. Desde el punto de vista actual, la metodología empleada deja mucho que desear y carece del rigor oportuno para poder extraer conclusiones válidas. Por otro lado, la suerte corrida por el bebé se desconoce. Albert fue un apodo utilizado por el investigador y ni siquiera está clara la verdadera identidad del niño. Indagaciones posteriores sugieren que pudo tratarse de un pequeño fallecido con apenas 6 años de edad por hidrocefalia o bien otra persona que vivió hasta los 87 años. En este último caso, entrevistas realizadas a familiares vinieron a determinar que el sujeto en cuestión siempre mostró rechazo hacia los perros, aunque resultó imposible corroborar si esa fobia fue producto de los ensayos del doctor Watson.
En la actualidad, los diferentes códigos éticos de los principales países del mundo prohíben la realización de experimentos potencialmente dañinos para los participantes y mucho menos sin que medie consentimiento explícito y plenamente consciente de las consecuencias por participar.
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