Ocultura: La invención del purgatorio
La irrupción del purgatorio en el credo cristiano tiene que ver con un intento eclesiástico de absorber y colonizar la extendida fe en los muertos heredada de los paganos.
Noviembre es por convención, mas que por convicción, el mes de los muertos. Supongo que hay un cierto panteísmo natural en ello. Los árboles muestran ya impúdicos sus esqueletos y la luz solar se convierte en un bien escaso. Hablar de espíritus y criaturas sombrías se impone, aunque todavía lo hacemos con la sensación de estar arañando algo tabú. Es curioso: desde niño me pareció raro que una religión como el cristianismo dedicara tanta atención a los difuntos. Al poco de recibir la primera comunión fui monaguillo "de verano" en la parroquia que mi tío José administraba en un pueblecito de Tarragona y, a veces, lo interrogaba sobre esto. Imagino que sus respuestas fueron deliberadamente vagas porque no era cuestión de sepultar a su espabilado sobrinillo bajo una diatriba teológica. Pero algo de razón debía yo de tener cuando, en mi inocencia, le preguntaba cómo era posible que una fe que se levantaba sobre la resurrección de los muertos, los tratara con tanto temor y despreciara cualquier intento por comunicarse con ellos. No entendía que, considerándolos tan cercanos (recuérdense las mil y una historias de intercesiones milagrosas de los santos, todos muertos, dispensando dones desde las alturas), atacara de modo tan furibundo credos como el espiritismo, que reclamaban una vía de diálogo post mórtem.
Todas las religiones del mundo antiguo se conectaban con los difuntos. ¿Por qué no el cristianismo?
Mosén Albert, mi tío, nunca me lo aclaró. Si yo hubiera tenido cinco o seis años más quizá le hubiera bastado con decirme que la clave estaba en las religiones precristianas, en los idólatras. Todas las religiones del mundo antiguo se conectaban con los difuntos. ¿Por qué no la nuestra?
Tuvo que pasar mucho tiempo hasta que tropecé con el libro del gran medievalista francés Jacques LeGoff que lo explicaba todo. En El nacimiento del purgatorio (1981), LeGoff contaba que el cristianismo, presionado por los cultos anteriores, tuvo que inventarse algo que justificara que los muertos a veces se asoman al mundo de los vivos: el purgatorio. Contra lo que muchos suponen, ese lugar intermedio entre el más allá y el más acá se sacó de la manga hacia el siglo XI. No hay rastro de él en las sagradas escrituras cristianas y su irrupción en el credo cristiano solo se justifica por un intento eclesiástico de absorber y colonizar la extendida fe en los muertos que heredamos de los paganos. Aunque la Iglesia supo darle una vuelta de tuerca más al asunto al convertir ese "lugar entre mundos" en una sala de espera de la que solo puede salirse por mediación de los sufragios: los vivos deben rezar mucho y hacer generosos donativos para que sus muertos prosigan su camino. Con ese ardid no solo obtuvieron una nueva y notable fuente de ingresos sino que también hicieron aceptable las mil y una manifestaciones paranormales que, desde la noche de los tiempos, acompañan al ser humano.
Pondré un ejemplo. En el siglo XIX, un fenómeno parecido a las "caras de Bélmez" –la aparición de una mancha de humedad con rostro humano en una iglesia cercana a la plaza de San Pedro del Vaticano–, hizo que un sacerdote francés llamado Víctor Jouet levantara el primer museo del mundo dedicado a las almas del purgatorio. Su templo, la única iglesia neogótica del centro de Roma, cambió su denominación y pasó a dedicarse al Sagrado Corazón del Sufragio. En su sacristía, en un pasillo estrecho y mal iluminado, cuelgan aún piezas de tela, objetos religiosos y hasta fragmentos de muebles "tocados" por difuntos escapados del purgatorio. Se aprecian huellas de dedos grabadas a fuego e incluso páginas de libros carbonizadas por el contacto con esos visitantes.
Seguimos rodeados de cosas sin explicación. Yo ya no quiero creer. Quiero saber
Pretendo regresar a Roma este mes oscuro para admirar de nuevo esas pruebas con el libro de LeGoff bajo el brazo. Y enfrentarlo a las palabras que pronunció hace ahora diez años Benedicto XVI cuando dijo que el purgatorio no es un lugar, ni una celda de almas, sino un "fuego interior". Quizá de la confrontación de ambas visiones surja la chispa que despeje este debate. Confío en que su contemplación me recuerde que esas marcas –como también las propias "caras de Belmez"– existen y que, independientemente del discurso que las interprete, están ahí para gritarnos que seguimos rodeados de cosas sin explicación. Yo ya no quiero creer. Quiero saber.
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