¿Funcionan los amuletos?
Jesús Callejo, escritor e investigador especialista en enigmas históricos y folclore, publica 'He visto cosas que no creerías' (La Esfera de los Libros, 2022), una invitación a descubrir el legado mágico de España: lugares sagrados, rituales, reliquias, tradiciones y símbolos... En este extracto del libro, hacemos un repaso por los amuletos más utilizados y sus supuestas capacidades mágicas.
Sí, ya sé lo que van a decir. Que este tema de los amuletos y talismanes ya está muy manido, que ha sido tocado, tratado (y a veces maltratado) en diferentes ocasiones. Lo mismo podríamos decir de los rituales y las supersticiones, pero ya sabrán que los temas, como tales, nunca son originales, sino que lo es la forma de enfocarlos. Y si queremos adentrarnos en nuestras raíces más profundas, nuestros miedos más atávicos, nuestras costumbres y tradiciones más genuinas, no nos puede faltar una buena ración de eso que la RAE define como «objeto pequeño que se lleva encima, al que se atribuye la virtud de alejar el mal o propiciar el bien». O sea, un amuleto.
Una cosa es estar en el mundo y otra diferente es ver el mundo y sentir su mundo
Nuestros antepasados, inscritos en las diversas culturas de tradición, sabían que aquello que se puede ver, tocar y explicar es de orden muy diferente a aquello que no se puede ver, tocar ni explicar. Parece de Perogrullo. No lo es tanto porque intuían (e incluso sabían) la existencia de mundos y de seres que los poblaban en sus diferentes planos de vibración, seres que regían diversos aspectos y manifestaciones de la naturaleza. Sabían que, de cuando en cuando, ciertos humanos tenían encuentros esporádicos con esas criaturas tan fronterizas, escurridizas, paradójicas, míticas y cambiantes. Sabían que una cosa es estar en el mundo y otra diferente es ver el mundo y sentir su mundo.
Una forma de acercarse y congraciarse con lo sagrado (tanto si es un lugar como un objeto) era y sigue siendo a través de rituales ordenados y dirigidos por chamanes, brujos, magos, hierofantes o taumaturgos. Y aquí entran en juego los amuletos, a los que se atribuye un poder mágico capaz de dar salud o suerte o de beneficiar a la persona que lo lleva encima. Plinio el Viejo es el primero que emplea la palabra amuleto (que deriva del latín amuletum) y nos describe los más utilizados por los romanos, muy supersticiosos ellos en lo concerniente al mundo de ultratumba. Además del hierro y la piedra, el ámbar y el coral eran útiles para preservar de enfermedades y pesadillas, sobre todo a los niños.
Lo primero que hay que saber diferenciar es que un talismán no es un amuleto. Generalmente se piensa que son la misma cosa, es decir, un objeto que posee unas propiedades mágicas para atraer la suerte o repeler malas energías y protegernos del mal. La realidad es que existen diferencias importantes entre ellos. El amuleto es de procedencia natural: una piedra, un diente, un trozo de madera, una flor, una herradura, una prenda de ropa, una ristra de ajos o una pata de un animal al que atribuimos (o atribuyen ciertos magos o brujos) unas propiedades energéticas o mágicas concretas establecidas por la naturaleza. Con ello lo que se busca es atraer la suerte.
En cambio, el talismán es un elemento que sirve esencialmente para alejar las malas energías (antes se decía que era para ahuyentar a los demonios). Puede estar formado por símbolos y elementos naturales combinados. Además, necesita una carga energética adecuada por parte de quien lo elabora o fabrica (un ritual a base de oraciones y confluencias astrológicas) si se desea que cumpla con el cometido para el cual fue realizado. La medalla de San Benito sería un talismán al igual que algunos colgantes o anillos. El omamori, de origen japonés, o el escapulario católico serían talismanes contra el mal. Suelen estar hechos de tela y en su interior se meten papeles con frases o piezas de madera con deseos escritos y santificados.
Para que «funcione» un amuleto o un talismán hace falta algo muy importante: creer. Recuerden que creer es crear. Un amuleto no funciona de manera automática, de oficio, como si desplegara un escudo o campana protectora a nuestro alrededor. Falta el interruptor, que es nuestra mente. Lo único necesario es instalarle la energía que se quiere proyectar, «cargarlo» correctamente y tener mucha fe en la buena suerte que ese elemento nos brindará.
Hay testimonios de gente famosa, dentro del mundo del espectáculo, que asegura que lo que lleva ayuda en sus actuaciones. Por ejemplo, la cantante Madonna, fiel seguidora de las enseñanzas de la Kábala, no se separa de la pulsera de hilo rojo que puede verse en su muñeca izquierda, lo que hace que se produzca un efecto multiplicador (más gente quiere imitarla por su indudable carisma) y un efecto contagio (si a ella la sirve a mí también debería servirme). La reina Sofía acostumbra a lucir pulseras y collares con ojos turcos, empleados para proteger del mal de ojo. Las actrices Penélope Cruz y Amaia Salamanca son inseparables de sendos anillos que les acompañan en ocasiones especiales. Y el actor Richard Gere luce en muchas ocasiones un rosario budista anudado en su muñeca a modo de brazalete.
El carácter profiláctico y apotropaico de estos objetos les hace ser muy variados
Para un católico, las estatuas y estampas religiosas son consideradas una valiosa protección tanto de la casa como de personas y animales. Entre ellos estarían determinadas cruces (como la de Caravaca o la de los Ángeles), los escapularios (hay de diversos tipos), el rosario, el Sagrado Corazón de Jesús y medallas (como la de San Benito, la Inmaculada Concepción o la famosa Medalla Milagrosa). El carácter profiláctico y apotropaico de estos objetos les hace ser muy variados, como ocurre en la bendición de las palmas y ramas de olivo en días señalados. Son muestras de religiosidad, inherentes a la esencia misma de la mentalidad religiosa popular.
Ya los fenicios trajeron a Occidente una variada colección de amuletos que habían propagado por todo el Mediterráneo. En Extremadura, en la tumba femenina de La Aliseda, del siglo vii a. C., han aparecido 53 piezas de cuentas esféricas y estuches con los que se han formado tres collares. Entre las piezas se encuentran dos amuletos en forma de creciente lunar y otros dos en forma de cabeza de serpiente.
Los musulmanes usan coranes en miniatura para atraer la buena suerte, ya sea colgándolos dentro de sus automóviles, en llaveros, en brazaletes...
Uno de los amuletos más usados durante la Edad Moderna fue el «cinturón dijero», que se colocaba en la cintura a los niños y del que solían colgar un poco de todo: garras de tejón, campanillas, textos de los Santos Evangelios, sonajeros, dientes de pez, ojo de águila, hojas de laurel, castañas marinas o ramas de coral rojo. Cuando un dijero se extraviaba suponía una desgracia personal, no solo por la pérdida económica que ello suponía, sino por su valor sentimental de protección, como si se quedara desamparado su propietario al albur de las acechanzas del demonio. Un anuncio en el Diario de Madrid del sábado 15 de julio de 1797, en la Sección Pérdidas, se puso con el objetivo de localizar y recompensar unos amuletos perdidos:
Quien hubiere hallado una Regla de S. Benito, forrada de tela de oro, y matiz con una cruz de Caravaca dentro, y una medalla de Sta. Elena, una lengua de víbora, y otras reliquias, la entregará al cordonero del Rey, que vive en la calle Mayor, encima de la fábrica de Guadalaxara, quien dará el hallazgo.
Los más habituales eran campanillas y cascabeles que ahuyentaban con su sonido a brujas, demonios y otros endriagos, a la vez que hacían despertar el sistema auditivo del infante. La castaña de Indias, conocida también como «castaña loca», se llevaba en un bolso para atraer suerte, aliviar el dolor de oídos y preservar al niño de tumores o quistes. Medallas de vírgenes y santos, cruces y pomas que contenían ungüentos, conchas marinas y caracolas, fósiles, herraduras, cuernos, monedas antiguas, la imagen de una sirena, un trozo de pan bendito, una cabeza de víbora, un saquito de alcanfor o de olorosas lavandas… todo valía, o eso creían.
Lo más socorrido son textos de la Biblia metidos dentro de una bolsita, algo que también hacen los judíos con sus filacterias (pequeñas envolturas o cajitas de cuero donde se guardan pasajes de la Torá), los budistas tibetanos con sus molinillos o ruedas de oración (cuerpo cilíndrico hueco, generalmente de metal, grabado con oraciones y que guardan, en su interior, textos con mantras), o los musulmanes, que usan coranes en miniatura para atraer la buena suerte, ya sea colgándolos dentro de sus automóviles, en llaveros, en brazaletes o collares, con la frase: Allah, Bismillah, la ilaha illa Allah, o versículos específicos del Corán.
En este sentido recuerdo una anécdota histórica acaecida a Menelik II de Etiopía cuyos médicos estaban convencidos de que el mejor remedio contra las crisis cardíacas, la apoplejía y otras enfermedades menores era administrar al paciente unas páginas de la Biblia. «En 1913 el rey enfermó gravemente y el pobre hombre tuvo que comerse el Libro de los Reyes hasta el final; y menos mal que murió a tiempo, porque si no le dan el Génesis, Levítico, Números y Deteuronomio».
Algo más sólido y metálico es la Cruz de Caravaca, de las más valoradas y veneradas en toda España y América para cualquier tipo de contratiempos y menesteres: «De suma eficacia —según un Tesoro de oraciones— para aplacar toda clase de dolencias y para librarse de hechizos y encantamientos». Se tiene constancia, por una carta de Santa Teresa de Ávila a la madre María de San José, que recibió una de estas cruces en 1576 como regalo de sus monjas (cruz que actualmente se encuentra en el Convento de Carmelitas Descalzas de Bruselas, Bélgica). En muchos inventarios post mortem existentes en los protocolos notariales, aparecen citadas estas cruces y otros amuletos que los difuntos dejaban en herencia a sus descendientes, como es el caso de un tal Tomás Cubero, de Ponferrada, que en 1730 legó a su viuda, Teresa Cobo, entre otros efectos, «una cruz de Alcarabaca». Una de sus más preciadas posesiones.
Se cuenta que el doctor José Letamendi, famoso en el siglo XIX por sus remedios, su ironía y por frases como «el médico que solo sabe de medicina, ni medicina siquiera sabe», tenía un sentido muy acusado de la competencia profesional y, sobre todo, si había reliquias y amuletos de por medio. Cuando entraba en la casa de un enfermo y la encontraba repleta de estampas e imágenes religiosas, advertía al paciente después de la visita: «Mientras dure mi tratamiento haga el favor de guardar todas estas cosas en un armario porque si lo curo yo, no me gusta que atribuyan los méritos a la competencia».
Un viaje fascinante por iglesias, ermitas, catedrales y otros lugares sagrados de nuestra geografía en busca de los rituales, reliquias, tradiciones y símbolos que contribuyen a conocer mejor un pasado en el que lo oculto y lo mítico se aúnan en un abrazo mágico.
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