Civilizaciones perdidas
01/11/2005 (00:00 CET)
Actualizado: 06/11/2014 (09:58 CET)
Supersticiones dictatoriales
Noriega, Fidel Castro, Ceaucescu o Bokassa son algunos de los dictadores que han hecho gala de supersticiones verdaderamente extravagantes.
Si una superstición absurda la ostenta un megalómano hay que echarse a temblar. Y es que el poder absoluto hace buenas migas con las creencias irracionales. El dictador Noriega, que gobernó Panamá hasta enero de 1989, practicaba la santería y, entre otras sutilezas, siempre llevaba unos calzoncillos rojos para proteger sus partes íntimas del ojo del diablo. Por cierto, que salvando las distancias, también es una práctica habitual en el vidente Octavio Aceves. Por lo visto, tanto el diablo como el mal fario respeta los "gayumbos" encarnados.
Otro dictador, el salvadoreño Maximiliano Hernández Martínez, pretendía ser un brujo de primera. Gobernó el país con mano de hierro hasta 1944 y afirmaba que sus "invisibles" le permitían mantenerse en comunicación telepática con el presidente de EEUU. Se rodeó de todo un arsenal de amuletos y talismanes, así como de un péndulo que llevaba colgado al cuello para saber si los alimentos estaban envenenados. Además, sus seres "invisibles" también se inmiscuían en política y, gracias a ellos, localizaba a los campesinos rebeldes en sus propios escondites. Tras liquidarlos, enviaba una carta de pésame a los familiares de sus víctimas. Todo un detalle. El colmo es que Hernández Martínez mostraba gran ternura por los animales y mantenía en su jardín cuervos y gacelas. Respetaba más la vida de los bichos que la de sus súbditos: "Es un crimen más grave matar a una hormiga que matar a un hombre, porque un hombre, después de muerto, se reencarna, mientras que una hormiga está definitivamente muerta". Como para darle el premio Nóbel de la elocuencia
Obsesión con los zapatos
Ya puestos, a este otro dictador se le podía otorgar el premio a la obsesión. Se trata de Nicolae Ceaucescu, el dictador comunista rumano que tenía más de un delirio de grandeza. Como había oído decir a Fidel Castro que la CIA le intentó matar envenenando su calzado, Ceaucescu decidió no llevar jamás dos veces el mismo par. Así, dejó, entre otras extravagancias, una impresionante colección de botas, mocasines y zapatos.
Cuestión de carne
Jean Bedel Bokassa, el penúltimo antropófago, ha dejado buena huella de su grotesca personalidad megalomaníaca. En 1965 se convirtió en presidente de la República Centroafricana y el 4 de diciembre de 1977 organizó una patética ceremonia para entronizarse como emperador con el nombre de Bokassa I. Para el acto se hizo fabricar una corona con 6.000 diamantes, una túnica compuesta por 785.000 perlas y más de un millón de brillantes. Ni que decir tiene que su país, mientras tanto, vivía en la miseria más absoluta. Se casó una docena de veces, torturó y mató a quien se le antojó y, después de trece años de dictadura, fue acusado de genocidio y canibalismo. Los testigos e informadores occidentales que entraron en su suntuoso palacio declararon haber encontrado, en el interior de los congeladores, cadáveres humanos a los que les faltaban algunos miembros
En Los Carniceros, de Brian Lane, encontramos el siguiente pasaje: "El cocinero de Bokassa lloró mientras recordaba cómo el ex dictador le ordenó que preparase ';una cena muy especial' con un cadáver humano guardado en el congelador". Bokassa lo aprovechaba todo, hasta la carne de sus prisioneros políticos, con la cual obsequiaba a sus invitados, entre quienes estaba el presidente francés Giscard d'Estaing. "Si yo fui caníbal, él también", aseguró en una entrevista concedida al periodista Ronald Koven en Costa de Marfil, en donde vivía retirado, pero a cuerpo de rey. "Los Giscard necesitan montones de dinero, y lo consiguen de la manera que sea", añadió.
Otro dictador, el salvadoreño Maximiliano Hernández Martínez, pretendía ser un brujo de primera. Gobernó el país con mano de hierro hasta 1944 y afirmaba que sus "invisibles" le permitían mantenerse en comunicación telepática con el presidente de EEUU. Se rodeó de todo un arsenal de amuletos y talismanes, así como de un péndulo que llevaba colgado al cuello para saber si los alimentos estaban envenenados. Además, sus seres "invisibles" también se inmiscuían en política y, gracias a ellos, localizaba a los campesinos rebeldes en sus propios escondites. Tras liquidarlos, enviaba una carta de pésame a los familiares de sus víctimas. Todo un detalle. El colmo es que Hernández Martínez mostraba gran ternura por los animales y mantenía en su jardín cuervos y gacelas. Respetaba más la vida de los bichos que la de sus súbditos: "Es un crimen más grave matar a una hormiga que matar a un hombre, porque un hombre, después de muerto, se reencarna, mientras que una hormiga está definitivamente muerta". Como para darle el premio Nóbel de la elocuencia
Obsesión con los zapatos
Ya puestos, a este otro dictador se le podía otorgar el premio a la obsesión. Se trata de Nicolae Ceaucescu, el dictador comunista rumano que tenía más de un delirio de grandeza. Como había oído decir a Fidel Castro que la CIA le intentó matar envenenando su calzado, Ceaucescu decidió no llevar jamás dos veces el mismo par. Así, dejó, entre otras extravagancias, una impresionante colección de botas, mocasines y zapatos.
Cuestión de carne
Jean Bedel Bokassa, el penúltimo antropófago, ha dejado buena huella de su grotesca personalidad megalomaníaca. En 1965 se convirtió en presidente de la República Centroafricana y el 4 de diciembre de 1977 organizó una patética ceremonia para entronizarse como emperador con el nombre de Bokassa I. Para el acto se hizo fabricar una corona con 6.000 diamantes, una túnica compuesta por 785.000 perlas y más de un millón de brillantes. Ni que decir tiene que su país, mientras tanto, vivía en la miseria más absoluta. Se casó una docena de veces, torturó y mató a quien se le antojó y, después de trece años de dictadura, fue acusado de genocidio y canibalismo. Los testigos e informadores occidentales que entraron en su suntuoso palacio declararon haber encontrado, en el interior de los congeladores, cadáveres humanos a los que les faltaban algunos miembros
En Los Carniceros, de Brian Lane, encontramos el siguiente pasaje: "El cocinero de Bokassa lloró mientras recordaba cómo el ex dictador le ordenó que preparase ';una cena muy especial' con un cadáver humano guardado en el congelador". Bokassa lo aprovechaba todo, hasta la carne de sus prisioneros políticos, con la cual obsequiaba a sus invitados, entre quienes estaba el presidente francés Giscard d'Estaing. "Si yo fui caníbal, él también", aseguró en una entrevista concedida al periodista Ronald Koven en Costa de Marfil, en donde vivía retirado, pero a cuerpo de rey. "Los Giscard necesitan montones de dinero, y lo consiguen de la manera que sea", añadió.
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