Civilizaciones perdidas
01/08/2007 (00:00 CET) Actualizado: 06/11/2014 (09:58 CET)

SAMURÁIS LOS GUERREROS CELESTIALES

La atracción que los samuráis ejercen sobre los occidentales ha crecido en las últimas décadas junto con el interés por sus eficaces técnicas de combate. Sin embargo, ha sido su relación con la muerte una de las claves de tal fascinación hacia estos guerreros japoneses.Por Isabela Herranz

01/08/2007 (00:00 CET) Actualizado: 06/11/2014 (09:58 CET)
SAMURÁIS LOS GUERREROS CELESTIALES
SAMURÁIS LOS GUERREROS CELESTIALES
Suele asociarse al samurái un género de muerte que guarda relación directa con la manera, propia y específica del guerrero japonés, en que éste afrontaba el fin de su vida. Nos referimos a la muerte que sobreviene en el campo de batalla, así como al suicidio ritual de carácter voluntario denominado seppuku y que nosotros conocemos generalmente como hara-kiri», explica Wolfgang Schwentker en su obra Los samuráis (Alianza, 2006). Efectivamente, lo que hacía único y diferenciaba al samurái de los guerreros de otras culturas era su modo de afrontar el fin de su vida terrena, acaso el elemento más famoso e inquietante del mito del samurái para los occidentales.

El ritual seppuku
Si el samurái era derrotado en la batalla o deshonrado de algún modo, el honor exigía el suicidio clavándose la espada en un lado del abdomen y sacándola por el otro empujándola hacia arriba.

El origen de dicho acto ritual no es fácil de situar, pero los primeros ejemplos conocidos datan del siglo XII y fueron aportados por los samuráis Minamoto Tametomo y Minamoto Yorimasa. Al comprobar que su rebelión había tocado a su fin, Yorimasa se cortó el abdomen mientras su hijo resistía el combate del enemigo. Marcó un modelo de suicidio para los samuráis del futuro. Pero, al parecer, la elección de este método fue sobre todo de carácter práctico.

Aunque algunos guerreros míticos fueron capaces de cortarse ellos mismos la cabeza como Miura Yoshinobu (siglo XVI), dicha proeza resulta bastante difícil y, dado que los samuráis creían que el espíritu residía en el estómago, rajarse el vientre devino una forma digna y directa de morir, aunque fuera lenta y dolorosa. Como la muerte mediante el seppuku podía tardar en llegar incluso días, un «padrino» terminaba de completar el ritual cortando la cabeza del suicida para mantener su honor y aliviarle sufrimientos.

Para explicar filosófica y esotéricamente tal acción suicida, un samurái cuenta en la obra Hagakure, el camino del samurái (Arcano Books, 2005), que el espíritu de un hombre es como el corazón de una manzana: no puede verse porque ésta encerrado dentro de la piel. La manzana existe, pero para el corazón (alma) es como si no existiera. Como las palabras no sirven para validarla, la única forma de hacerlo es con los ojos. Para el corazón el único modo seguro de existencia es existir y ver al mismo tiempo. Sólo hay una forma de resolver esta contradicción: clavar un cuchillo en la manzana para partirla en dos y exponer su corazón a la luz. Así la existencia de la manzana partida se fragmenta; el corazón sacrifica la existencia para poder ver».

Otros samuráis han escrito que el acto de rajarse el vientre exigía gran valentía y era un privilegio reservado a los samuráis. El resto de la gente podía optar por colgarse, incluso por rajarse la garganta como hacían las mujeres guerreras, pero sólo los samuráis podían llevar a cabo el seppuku.

Este acto se convirtió en un ritual muy elaborado durante el periodo Edo (1603 a 1867). El seppuku tenía lugar sobre dos tatamis preparados de antemano con telas blancas en cuyo centro se ponía un gran cojín blanco. Encima de él se sentaba el samurái vestido con un kimono blanco, mientras que los testigos se colocaban discretamente a un lado. Tras haberse sentado sobre sus talones, el samurái condenado recibía dos tazas de sake y ricas viandas. Frente a él se disponía una espada sobre una bandeja lacada. A un metro y detrás de él, a la izquierda, se situaba su padrino (kaishaku), que podía ser un amigo íntimo. La tarea de éste consistía en evitar el sufrimiento del suicida cortándole la cabeza una vez que el condenado se hubiera rajado el vientre. Para tal fin era precisa una mano firme y segura ya que al hacer el corte el kaishaku tenía que dejar un poco de piel en la garganta para que la cabeza no rodara por el suelo o saltara por los aires insultando a los presentes.

Cuando el samurái estaba listo se aflojaba los pliegues del kimono y dejaba su vientre al descubierto. Con una mano levantaba el cuchillo y con la otra lo desenfundaba. Cuando estaba preparado se lo clavaba, rajándose de izquierda a derecha. Luego giraba la hoja en su interior y desplazaba el arma hacia arriba. Sin embargo, muchos samuráis no tenían que realizar la última parte del ritual porque el ayudante a sus espaldas les cortaba la cabeza al menor signo de dolor. En cualquier caso, para llevar a cabo tal hazaña el suicida tenía que tener una entereza excepcional. Según las historias narradas en el Hagakure y en otros libros sobre estos guerreros como El alma del samurái (Kairós, 2006), algunos perdían la compostura antes de suicidarse y en algunos casos tenían que ser decapitados a la fuerza. Hacía falta toda una vida de preparación para enfrentarse con total frialdad y entereza a la propia muerte.

Al seppuku realizado para enmendar o corregir alguna trasgresión se le denominaba sokotsu-shi y, aunque no era tan frecuente como se ha hecho creer, hay algunos casos famosos como el del general Yamamoto Kansuke Haruyuki (1501-1561), que se lanzó contra el enemigo después de que sus planes hubieran puesto a su señor en grave peligro. Herido gravemente, el samurái abandonó la contienda y se suicidó.

Existía también otro tipo de suicidio ritual denominado «séquito de la muerte» (junshi), según el cual un vasallo de alto rango seguía a su señor a la tumba. Durante la Edad Media se dieron algunos casos de suicidios masivos, como el de Hôjô Nakatoki que se quitó la vida en 1333, tras darse por vencido en sus intentos por conseguir el sogunato de Kamakura y 432 de sus súbditos más fieles le imitaron seguidamente. Aunque esta costumbre todavía se practicó ocasionalmente a principios del siglo XX, el junshi se prohibió en el siglo XVII bajo fuertes amenazas de castigo a las familias de quienes lo practicaran. Modernamente, sólo algún que otro «guerrero» solitario lo ha practicado para mantener vivo el antiguo espíritu de los samuráis.

Otra forma de suicidio, el kanshi, se llevaba a cabo para demostrar algo. No era una variante habitual, pero algunos samuráis recurrían a ella cuando habían fallado todas las posibilidades de persuadir a su señor. El samurái Hirate Nakatsukasa Kiyohide (1493-1553) lo hizo para conseguir que Oda Nobunaga cambiara su modo juvenil e irresponsable de actuar.

Guerreros de élite
A principios del siglo XX, las tradiciones de los samuráis se desecharon como reliquias del pasado, sin embargo la II Guerra Mundial reactivó el mito. En su lucha contra los norteamericanos, muchos pilotos japoneses (kamikazes) eligieron el suicidio como los samuráis y en 1943 éste se había convertido en una forma de combate. Para destruir los barcos enemigos, los pilotos se lanzaban en picado contra los barcos.

Estos guerreros surgieron como una fuerza de elite en las provincias de Japón a principios del siglo X. Eran reclutados por los caciques locales para librar ciertas guerras y cuando estas terminaban los guerreros regresaban a sus casas para arar la tierra. El emperador asentado en la capital de Kyoto no podía controlar estos clanes que fueron fortaleciéndose hasta tener fuerza política. A finales del siglo XII, había gobernantes samuráis en el centro de Japón. Mantuvieron su influencia hasta cerca de 1870, cuando se les declaró fuera de la ley y se suprimieron sus privilegios. Sin embargo, el espíritu apasionado y estoico del que habían hecho gala durante siglos había calado hondo en la sociedad japonesa.

Su entrenamiento riguroso se iniciaba en la infancia con ejercicio físico, estudios chinos, poesía y disciplina espiritual inspirada en el budismo Zen. Se esperaba de ellos que vivieran según el bushido («el camino del guerrero»), un estricto código ético influido por el confucionismo que hacía hincapié en la lealtad al maestro, el respeto a los superiores y la conducta ética en todos los aspectos de la vida, además de un auto-disciplina absoluta.

Puesto que el budismo es una religión pacífica, puede resultar sorprendente que el Zen, en una de sus formas más importantes, ejerciese una fuerza de atracción tan grande sobre los samuráis. Wolfgang Schwentker explica los aspectos que determinaron tal afinidad: «No se trataba de una religión complicada ni escrita, sino práctica y se aproximaba mucho a la mentalidad militar nada compleja de los samuráis; también la ventaja moral de no tener que mirar atrás una vez que una decisión había sido tomada casaba muy bien con los ideales guerreros; la meditación exigía una actitud ascética y estoica y pretendía forjar en los discípulos una voluntad de hierro, que alentaba en los guerreros el espíritu de lucha y los ayudaba a encarar la muerte al fomentar en ellos la indiferencia, propia del Zen, frente a la vida y la muerte».

En lo relativo al ataque, el Zen no podía ser de mayor ayuda, ya que sus ejercicios para aclarar la mente permiten permanecer alerta en cada instante. Algunos koans Zen ayudan a ilustrar la base experiencial para cultivar la atención y tener una presencia mental constante.

La vida guerrera de los samuráis ha hecho pensar que eran hombres violentos, pero no siempre ha sido así. Hubo muchos samuráis con gran cultura, que leían y componían poesía antes de ir a batallar. La devoción a las artes marciales y a las bellas artes era muy frecuente entre ellos y, de hecho, no solían distinguir entre ambas: incluso consideraban la práctica del ikebana (arreglo floral) una forma de arte marcial, ya que les entrenaba el ojo, la mano y la mente.

Así pues, en contra de lo que suele creerse, muchos de ellos no sólo cultivaban las bellas artes, sino que tampoco morían batallando o mediante el dramático seppuku. La mayoría moría de muerte natural, es decir, de viejos, como los famosos Nabeshima Naoshige, Ryûzôji Iekane, Sanada Nobuyuki y Ukita Hideie, algunos de los cuales superaron los noventa años. A diferencia de otros samuráis, se libraron de una muerte prematura, pero habían aprendido a enfrentarla estoicamente.

El símbolo de la espada
Al prepararse para la batalla el samurái llevaba consigo un pequeño arsenal de armas que incluía un arco y flechas, una variedad de lanzas y cuchillos y, también un abanico –símbolo de fragilidad y finura– hecho con varillas de acero y utilizado para eludir ataques. Sin embargo, la espada era el arma suprema del samurái. El secreto de su agudo filo, flexibilidad y fuerza se debía a que había sido forjada con gran esmero: el acero era calentado al sol de la mañana y luego golpeado y doblado una y otra vez. Algunas de las mejores espadas contienen miles y miles de capas. En la actualidad, siguen siendo fraguadas por las mismas familias de herreros que las fraguaron durante siglos.

Hay infinidad de leyendas de espadas míticas de samuráis, que se asemejan a las europeas del ciclo artúrico, o las recogidas en la saga de los Nibelungos. Algunas hablan de espadas con vida propia que actúan por sí solas sin que nadie las toque, como si hubieran sido empuñadas por una mano fantasmal capaz de acabar con un montón de enemigos. Otras veces se trata de espadas que se desenfundan solas y atacan y destruyen a los enemigos malvados.

Tales leyendas están íntimamente ligadas a la simbología de la espada para el guerrero japonés, ya que desde tiempo inmemorial esta no sólo era un instrumento de poder y una arma respetada, sino un símbolo de todo lo mejor que ha producido el pueblo japonés, así como de la justicia que el samurái estaba obligado a defender a ultranza.

Los ninja: guerreros del silencio
Dentro del mundo de valor e incluso de belleza del samurái, había un mundo de sombras habitado por hombres que se movían en silencio: los ninjas.

Eran maestros del espionaje, el asesinato y la infiltración, por ello sus armas se diseñaron para que pudieran ser escondidas fácilmente y su poseedor pudiera sacarlas de improviso para atacar a sus enemigos. Algunas ni siquiera eran armas en sí, sino meros instrumentos cotidianos como, por ejemplo, el kunai, una herramienta de jardinería que el ninja podía esconder disfrazado de jardinero. Entre tales armas cabe destacar las garras de tigre (shuko), las garras de gato (neko-te tekagi), los anillos con pinchos (kakute), las dagas (tanto), las estrellas arrojadizas (shuriken). Estas últimas son quizá las armas más conocidas de los ninja, ya que podían incluso matar instantáneamente. Pero el arma más valiosa de todas para un ninja –igual que para un samurái– es su habilidad para controlar y utilizar su mente. Se cuenta que son capaces de realizar hazañas en apariencia imposibles como saltar a gran altura, salir o desaparecer de las sombras sin dejar rastro y reducir a grandes grupos de atacantes sin ninguna ayuda. Tales capacidades parecen más legendarias que reales y, en gran medida, han sido alimentadas por ellos mismos para asustar a sus enemigos. Sin embargo, tales hazañas podían llevarse a cabo mediante un intenso entrenamiento en artes marciales.
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