Civilizaciones perdidas
01/09/2004 (00:00 CET) Actualizado: 06/11/2014 (09:58 CET)

Micerino: un faraón legendario

Exactamente, ¿quién fue Micerino? (o Menkaura, si se prefiere el nombre original egipcio). Las enciclopedias lo identifican como hijo de Kafra (Kefrén) y nieto de Khufu (Keops). Gracias al escaso material artístico conservado, sabemos que tenía ojos saltones, nariz pequeña –respecto a sus ilustres ancestros– y estatura exigua, rasgos poco majestuosos para un faraón.

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Micerino: un faraón legendario
Micerino: un faraón legendario
Seguramente fue un hombre de carácter, porque sus ideas progresistas le supusieron no pocos choques con el poder aristocrático. Al contrario que sus predecesores, quienes habían protagonizado un fuerte conflicto con el clero, Micerino reabrió los templos que había ordenado cerrar su abuelo Keops, devolviendo sus privilegios a los sacerdotes y asignándoles recursos para su manutención y la celebración del culto. Además, fue el primer faraón del Imperio Antiguo que se hizo representar junto a las deidades más importantes.

Leyes y pirámides

Su política social quedó patente en el siguiente decreto real: «Su Majestad quiere que ningún hombre sea obligado al trabajo forzado, sino que cada cual labore a su gusto». Dicha orden, redactada y rubricada por un escriba, se refería a la construcción de una necrópolis y a la contratación de 50 obreros, e incluye el salario que debían percibir los trabajadores. En el Egipto de la IV Dinastía (2500 a. C.), esa medida fue profundamente innovadora.

Por consiguiente, a nadie debería extrañarle que las relaciones entre «El eterno como las almas de Ra» (significado literal de su nombre) y la nobleza resultaran algo tensas. Su reinado empezó con muy mal pie, en virtud de una maldición divina dada a conocer por el Oráculo de Buto. Con mucha malicia, algunos sacerdotes hostiles le advirtieron que tan sólo ocuparía el trono durante seis años, tras los cuales perecería a fin de purgar sus faltas.

Según algunas fuentes, Micerino habría ordenado encender a diario las antorchas del palacio apenas anochecía, alargando así la jornada para burlar la profecía. Se supone que lo consiguió, pues de acuerdo con la bibliografía especializada su reinado se prolongó entre 25 y 60 años.
¿Cuál fue la tónica de su peculiar mandato? Aparte de anular numerosas leyes represivas, dictadas por sus antecesores, Micerino impulsó inusitadas medidas sociales. Los biógrafos de este faraón, empezando por el griego Herodoto, no escatimaron elogios a la hora de alabar su gobierno.
«Si las pirámides eran la prueba perpetua de que en Egipto reinaban los dioses, la libertad que él dio a su pueblo era la prueba perpetua de su amor hacia ellos» dejó escrito el historiador griego. No obstante, es necesario matizar que éste recogió su versión de los sacerdotes egipcios, quienes habían declarado malditos a sus predecesores y que tenían sobradas razones para sentir mayor simpatía por Micerino, debido a su decisión de reabrir los templos y financiar sus actividades con cargo al tesoro real.

La pirámide de Micerino completó el famosísimo conjunto de Giza y, al margen de sus connotaciones funerarias y astronómicas, sorprende su modesto tamaño si se compara con las de Keops y Kefrén. El diseño original estipulaba una altura de 30 metros, según se ha descubierto recientemente, pero al final este monumento alcanzó los setenta (hoy degradados a 62), incluyendo el recubrimiento de granito rojo, actualmente desaparecido.

Sin entrar en la polémica referida a la particular ubicación y finalidad de las pirámides o al esfuerzo que costó levantarlas, la aportación de Micerino queda sumida en el misterio. Cerca de la suya se completaron monumentos funerarios para su primera mujer y una concubina real llamada Rodopis. A esta mujer le había sido concedido un privilegio sólo reservado a los dirigentes religiosos y militares de máximo rango.

El conjunto de Giza

La influencia de Rodopis parece haber sido considerable. Plinio el Viejo sostuvo en sus Anales que fue ella quien «sugirió» al faraón el emplazamiento de su pirámide personal. Sin embargo, algunos autores contemporáneos, entre ellos Nigel Blundell, consideran que el emplazamiento fue decidido por los sumos sacerdotes. Esta opinión parece más coherente con el hecho de que las tres pirámides de Giza recrean en la Tierra la configuración estelar de las tres estrellas del Cinturón de Orión, como ha señalado el investigador Robert Bauval.

Una fuente, procedente de las memorias del rey bactriano Diodoto I, respalda la hipótesis de una función astronómica y no simplemente mortuoria de las pirámides. Diodoto recorrió Egipto a mediados del año 250 a. C., adelantándose en un par de milenios a los actuales arqueólogos. De acuerdo con su testimonio, Micerino habría pactado con los sacerdotes, asegurándose un nicho en esta obra a cambio de transigir en su diseño y de permitir que se guardaran allí algunos extraños objetos.

Una herencia enigmática

¿Cuál fue el legado de este faraón? Su sucesor, Shepseskaf, llegó al trono hacia el 2503 a. C. y, saltándose los ceremoniales, se dedicó a abolir la totalidad de sus edictos. El cambio de mandatario facilitó el regreso al régimen tiránico habitual, pero en absoluto logró borrar la impronta de Micerino, que se plasmaría incluso en una nueva concepción artística.

A grandes rasgos, el «pecado» de Micerino consistió en divulgar el concepto de que la inmortalidad no era patrimonio exclusivo del rey, sino de todos los hombres. Los rituales sacerdotales para entrar en la vida eterna representaban hasta entonces un privilegio real y de las clases pudientes. A falta de una adecuada momificación ritual (imagen de la izda.), el camino al Más Allá estaba cerrado para los más humildes.

También fue notorio el interés de Micerino por la ciencia. Este faraón tuvo por amigo y mentor al arquitecto Hermón, un constructor de pirámides formado en la tradición del legendario Imhotep, sabio muy versado en medicina, ingeniería, astronomía, arquitectura y magia, a quien se atribuye el diseño de la pirámide escalonada de Saqqara y que sería deificado en la época del Imperio Nuevo.

Dejando de lado los hipotéticos conocimientos que llegara a obtener de Hermón, su fama benevolente generó leyendas que perduraron durante milenios. La famosa reina Cleopatra VII, con un imperio casi extinto, escondió parte de sus tesoros en la pirámide de Micerino, junto con algunos enseres de otros faraones. La idea no le sirvió de mucho, puesto que el califa árabe Al Mammun desvalijó la zona en el 800 d.C., aunque al parecer no obtuvo un gran botín.

Al Mammun explicó a sus allegados que en el interior de la pirámide, lejos de hallar las esperadas riquezas, encontró mapas astronómicos, cartas de navegación, extraños metales y un «cristal que no se rompía» (sic). Tal vez mirara en la dirección equivocada, porque en 1830 el arqueólogo inglés Richard Howard-Vyse recuperó un bello sarcófago y diversas piezas que fueron embarcadas rumbo al Reino Unido en la goleta Beatrice.

Por desgracia, este navío se hundió justo delante de Cartagena (Murcia), perdiéndose la nave y su cargamento. O, al menos, eso se dictaminó oficialmente por parte de las autoridades.

Dado que su legado se halla sumergido en las profundidades ¿con qué criterio debería juzgarse actualmente la aportación ética e histórica de Micerino?
«No me cabe la menor duda de su importancia» –sentencia Víctor Rivas, presidente de la Asociación de Amigos de la Egiptología–. «Todavía existen vacíos enormes en cuanto a su biografía, pero recordemos que se le construyó una pirámide; lo cual demuestra sin lugar a dudas que era alguien notorio»
En efecto, lejos de zanjar el misterio, el hundimiento del Beatrice despertó desde el principio numerosos interrogantes. El escritor Vicente Blasco Ibáñez citó el siniestro en una de sus obras, dando a entender veladamente que algo no encajaba. H. R. Haggard, famoso novelista y miembro de la sociedad ocultista Golden Dawn, investigó el tema por su cuenta, llegando a conclusiones muy parecidas.

La goleta Beatrice, de 224 toneladas, constituía una pésima elección para transportar una carga tasada en 120 libras esterlinas, toda una fortuna en aquella época. Era un navío lento y desarmado, navegando por aguas que hervían de piratas y traficantes.

En octubre de 1838 zarpó de El Cairo con destino a Inglaterra, siguiendo un trayecto sin escalas hasta Gibraltar. No obstante, el buque viró en redondo, recalando primero en Chipre para descargar parte de sus bodegas, sin que quedara constancia escrita de esta operación. Acto seguido, puso proa rumbo a Livorno (Italia).

Al poco de zarpar del puerto italiano, según los informes británicos, el Beatrice se hundió en algún punto del Golfo de León. No obstante, el siniestro «oficial» se produjo ocho años después a la entrada del puerto de Cartagena, tras barrenarse la quilla contra un escollo en plena tormenta. Pese a la furia de los elementos, la tripulación se salvó nadando tranquilamente en dirección a la playa. Meses después, la aseguradora Lloyd's pagó el monto del cargamento sin efectuar demasiadas pesquisas.

En 1995, una expedición patrocinada por la Fundación Arqueológica Clos se desplazó hasta allí. Las trabas burocráticas (se halla en plena zona militar) y la dificultad potencial que presentaron los trabajos de rescate impidieron llevar la empresa a buen fin. Todavía nadie ha visto de cerca los restos de la goleta.

Olvidando la polémica que hace escasos años envolvió a tres gobiernos, el estamento castrense, la compañía aseguradora y el propietario del barco, lo cierto es que el enigma sigue sin aclararse. Nada indica que el tesoro y demás enseres realmente permanezcan en el lecho submarino de las costas murcianas, ni mucho menos que algún día sean recuperados.

En opinión de H. R. Haggard, aquellos objetos representarían un símbolo del poder sobrenatural de Egipto y bajo ningún concepto debían caer en manos profanas. Celoso admirador de Micerino, Haggard introdujo en su novela She (Ella) algunas crípticas claves del poder atribuido al sarcófago. Los protagonistas de su trama se veían enfrentados a misteriosos artilugios y rituales que deparaban la inmortalidad, moralizando el autor a propósito de lo que podría suceder si se abusaba de dichos conocimientos. Según la leyenda, las cajas que transportaba el Beatrice pudieron contener instrumentos científicos avanzados, inconcebibles para la época de Micerino. Si así fuese, y pudieran rescatarse, se trataría de un descubrimiento capaz de revolucionar la historia del antiguo Egipto.

Desde de una perspectiva más emotiva, el hipotético cargamento del Beatrice inspiró los pensamientos más atrevidos. Algunos han sostenido que incluía una efigie de Apis, el buey sagrado y símbolo de la resurrección, modelado por orden de Micerino como sarcófago de Kentkaues, su única hija, princesa real desposada por Shepseskaf después de morir su progenitor.
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