Civilizaciones perdidas
21/12/2010 (08:47 CET)
Actualizado: 06/11/2014 (09:58 CET)
Magos, brujas y nigromantes en el Siglo de Oro
Pocas épocas de nuestra historia cuentan con tan buena fama y prestigio en el campo cultural como el llamado Siglo de Oro. Sin embargo, entre las insignes paginas de su literatura se intuye el lado oculto, una sociedad donde la magia, la superstición y el misterio abundaban e influían en casi todo
A camino entre el Renacimiento y el Barroco, sería una época en la que se alejaba el oscurantismo medieval a través del naciente humanismo y las incipientes ciencias modernas. Mentes lúcidas como la de Nicolás Copérnico o la de Galileo Galilei proponían una nueva visión del mundo, pero aquella forma de entender las cosas no era compartida por todo el mundo.
Para empezar, las nuevas ideas, como la teoría heliocéntrica, contravenían aparentemente las Sagradas Escrituras. La meticulosidad de la Iglesia católica obedecía lógicamente al momento histórico. En el Concilio de Trento (1545-1563), la curia romana se blindó ante las posibles influencias protestantes. Hubo que ajustarse a los postulados y dogmas que allí se consagraron como "correctos".
Este freno al naciente conocimiento significó potenciar todo tipo de creencias que, creciendo desordenadamente, llevaron en muchos casos a la pura superstición, que teológicamente constituía un grave delito de herejía. El planteamiento era sencillo: si algún cristiano creía en hechos sobrenaturales en los que Dios no participaba según el dictamen oficial, daba a entender que quien estaba detrás de ellos era el diablo –o sus legiones–, por lo tanto creer en supersticiones conducía irremediablemente a un pensamiento y praxis herética.
El minucioso estudio que por parte de teólogos, inquisidores y tratadistas se llevó a cabo sobre tan espinosas cuestiones, hizo que las publicaciones que trataban sobre ello fuesen a menudo tachadas de ser verdaderos grimorios o manuales de magia. Combatiéndola terminaban enseñándola y, lo que es peor, divulgándola. En este sentido destacan tratados como Disquisitionum magicarum (1599), del Padre Martín Antonio del Río; Epitomes delictorum (1618), del jurista Francisco Torreblanca Villalpando; o De incantationibus seu ensalmis (1620), de Emanuel do Valle de Moura. Pero sobre todo el Tratado en el cual se reprueban todas las supersticiones y hechicerías, del matemático y teólogo aragonés Pedro Ciruelo, publicado en 1530.
Videntes y astrólogos
Los libros mencionados, más que acusar a personajes peligrosos, parecen centrarse en ciertos individuos de la compleja sociedad de los siglos XVI y XVII, que fascinaban a la población con sus supuestos poderes mágicos y sobrenaturales.
En primer término se encontraban aquellos que podían "predecir" el futuro y que, como dice Ciruelo, lo hacían "en muchas maneras o con dados o con cartas o naipes o con cedulas escritas y de otros modos"; también "miran a los otros las líneas o rayas que tienen en las manos y por allí les dicen su buena o mala ventura que les ha de venir o que les ha venido"; aunque incluso "por los sueños adevinan cosas que acaecieron o acaecerán a los hombres".
Esta última modalidad disponía –gracias a aquella cerrazón en la interpretación bíblica– de cierta indulgencia, pues varios personajes bíblicos habían profetizado el futuro gracias a la adivinación de los sueños. Únicamente hubo una diferencia, los sueños de las Sagradas Escrituras trataban cuestiones de suma importancia, las del Siglo de Oro estaban irremediablemente unidas a la espectacularidad.
Tal fue el caso de la vidente más famosa del momento, Lucrecia de León, quien desde muy joven experimentó sueños de tipo profético, con los que ganó cierta fama entre los nobles de la corte de Felipe II –ver ENIGMAS Nº 177–. Su mayor acierto fue profetizar el fracaso de la Gran Armada. Desde entonces, algunos nobles y clérigos, como fray Lucas de Allende, comenzaron a interesarse por la joven, presentándole a otro vidente, Miguel de Piedrola Beaumont, el "Soldado Profeta" –llamado así porque había dedicado buena parte de su vida a la milicia–. Lejos de suponer una competencia para Lucrecia, aseguró que ya se conocían en sueños, propiciando así la confianza entre ambos.
En esa mezcla de espionaje y videncia estaba Alonso de Mendoza, quien, muy interesado en las artes adivinatorias, contaba con el posible acceso a información política privilegiada mediante su hermano, Bernardino de Mendoza –embajador-espía de Felipe II en Londres y París–. La situación se complicó cuando ciertos nobles hostiles al Rey Prudente organizaron una especie de secta pseudomística, la Congregación de la Nueva Restauración, fundamentada en los sueños de Lucrecia, en los que en clave apocalíptica se vaticinaba una guerra. Gracias al respaldo de los moriscos, Felipe II resultaría destronado. Ante tal catástrofe –prevista para 1588– sólo se salvarían aquellos privilegiados que se refugiasen en la enigmática cueva de Sopeña, cerca de Toledo. Todo indicaba, no obstante, que en realidad se trató más bien de una maniobra política en la que Piedrola y Lucrecia de León fueron meros títeres utilizados en una conspiración antifilipina.
(Continúa la información en ENIGMAS 181).
Juan Ignacio Cuesta y Miguel Zorita
Para empezar, las nuevas ideas, como la teoría heliocéntrica, contravenían aparentemente las Sagradas Escrituras. La meticulosidad de la Iglesia católica obedecía lógicamente al momento histórico. En el Concilio de Trento (1545-1563), la curia romana se blindó ante las posibles influencias protestantes. Hubo que ajustarse a los postulados y dogmas que allí se consagraron como "correctos".
Este freno al naciente conocimiento significó potenciar todo tipo de creencias que, creciendo desordenadamente, llevaron en muchos casos a la pura superstición, que teológicamente constituía un grave delito de herejía. El planteamiento era sencillo: si algún cristiano creía en hechos sobrenaturales en los que Dios no participaba según el dictamen oficial, daba a entender que quien estaba detrás de ellos era el diablo –o sus legiones–, por lo tanto creer en supersticiones conducía irremediablemente a un pensamiento y praxis herética.
El minucioso estudio que por parte de teólogos, inquisidores y tratadistas se llevó a cabo sobre tan espinosas cuestiones, hizo que las publicaciones que trataban sobre ello fuesen a menudo tachadas de ser verdaderos grimorios o manuales de magia. Combatiéndola terminaban enseñándola y, lo que es peor, divulgándola. En este sentido destacan tratados como Disquisitionum magicarum (1599), del Padre Martín Antonio del Río; Epitomes delictorum (1618), del jurista Francisco Torreblanca Villalpando; o De incantationibus seu ensalmis (1620), de Emanuel do Valle de Moura. Pero sobre todo el Tratado en el cual se reprueban todas las supersticiones y hechicerías, del matemático y teólogo aragonés Pedro Ciruelo, publicado en 1530.
Videntes y astrólogos
Los libros mencionados, más que acusar a personajes peligrosos, parecen centrarse en ciertos individuos de la compleja sociedad de los siglos XVI y XVII, que fascinaban a la población con sus supuestos poderes mágicos y sobrenaturales.
En primer término se encontraban aquellos que podían "predecir" el futuro y que, como dice Ciruelo, lo hacían "en muchas maneras o con dados o con cartas o naipes o con cedulas escritas y de otros modos"; también "miran a los otros las líneas o rayas que tienen en las manos y por allí les dicen su buena o mala ventura que les ha de venir o que les ha venido"; aunque incluso "por los sueños adevinan cosas que acaecieron o acaecerán a los hombres".
Esta última modalidad disponía –gracias a aquella cerrazón en la interpretación bíblica– de cierta indulgencia, pues varios personajes bíblicos habían profetizado el futuro gracias a la adivinación de los sueños. Únicamente hubo una diferencia, los sueños de las Sagradas Escrituras trataban cuestiones de suma importancia, las del Siglo de Oro estaban irremediablemente unidas a la espectacularidad.
Tal fue el caso de la vidente más famosa del momento, Lucrecia de León, quien desde muy joven experimentó sueños de tipo profético, con los que ganó cierta fama entre los nobles de la corte de Felipe II –ver ENIGMAS Nº 177–. Su mayor acierto fue profetizar el fracaso de la Gran Armada. Desde entonces, algunos nobles y clérigos, como fray Lucas de Allende, comenzaron a interesarse por la joven, presentándole a otro vidente, Miguel de Piedrola Beaumont, el "Soldado Profeta" –llamado así porque había dedicado buena parte de su vida a la milicia–. Lejos de suponer una competencia para Lucrecia, aseguró que ya se conocían en sueños, propiciando así la confianza entre ambos.
En esa mezcla de espionaje y videncia estaba Alonso de Mendoza, quien, muy interesado en las artes adivinatorias, contaba con el posible acceso a información política privilegiada mediante su hermano, Bernardino de Mendoza –embajador-espía de Felipe II en Londres y París–. La situación se complicó cuando ciertos nobles hostiles al Rey Prudente organizaron una especie de secta pseudomística, la Congregación de la Nueva Restauración, fundamentada en los sueños de Lucrecia, en los que en clave apocalíptica se vaticinaba una guerra. Gracias al respaldo de los moriscos, Felipe II resultaría destronado. Ante tal catástrofe –prevista para 1588– sólo se salvarían aquellos privilegiados que se refugiasen en la enigmática cueva de Sopeña, cerca de Toledo. Todo indicaba, no obstante, que en realidad se trató más bien de una maniobra política en la que Piedrola y Lucrecia de León fueron meros títeres utilizados en una conspiración antifilipina.
(Continúa la información en ENIGMAS 181).
Juan Ignacio Cuesta y Miguel Zorita
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