Civilizaciones perdidas
01/07/2005 (00:00 CET) Actualizado: 06/11/2014 (09:58 CET)

El mundo sagrado de los aztecas

Los mexicas mantenían una relación muy íntima con la naturaleza y el cielo. México Tenochtitlan, su capital, puede considerarse un microcosmos en sintonía especial con el Sol, fuente y centro de la vida, pero también con la madre virgen del gran Guerrero Celeste, el «colibrí del sur».

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El mundo sagrado de los aztecas
El mundo sagrado de los aztecas
Alrededor del año 1300 d.C., el pueblo mexica se trasladó desde Aztlan –un lugar situado al noroeste del actual México, de cuyo nombre deriva el de aztecas–, para instalarse en el Valle de México. Según su tradición, fundaron una ciudad en el sitio que les indicó Huitzilopochtli, el dios de la guerra, mediante el signo de un águila encaramada sobre un cactus, en una isla del lago Tetzcoco. La región del valle ya estaba entonces densamente habitada por los chichimecas, que contaban con ciudades como Texcoco y Tlacopa.

Por este motivo, inicialmente los aztecas ocuparon la parte más insalubre del valle. Sin embargo, gracias a su carácter y a una combinación de hábiles alianzas y guerras acabaron por imponerse, transformándose en un auténtico imperio y expandiéndose hacia el sur, primero bajo la dirección del monarca Moctezuma I, hacia el año 1440, y finalmente con Ahuitzotl, en 1487.

Bajo el reinado de este último los mexicas también llegaron a dominar vastos territorios poblados por mayas. El espléndido imperio, que se disolvió con la llegada de los conquistadores españoles liderados por Cortés, perduró menos de un siglo. Pero no cabe duda de que desarrollaron una compleja civilización.

Sociedad compleja

La unidad básica del estado azteca la constituían los clanes o familias, que tenían jefes propios, divinidades protectoras, templos y tierras. Existían veinte grupos, reunidos en cuatro «confraternidades» mayores, cada una con su jefe militar. Los clanes estaban representados en un Consejo que, al menos en teoría, elegía al jefe supremo. Probablemente esta dinámica representaba la fase anterior al imperio, ya que, cuando llegaron los españoles, el poder lo ejercía un monarca hereditario.

La economía azteca se fundaba en el comercio y una agricultura eficiente, que había desarrollado técnicas de ingeniería agraria sumamente refinadas. Para ganar suelo cultivable en las zonas lacustres, por ejemplo, construían pequeñas isletas de tierra flotante (chinanpa) que mantenían unidas enlazándolas con tiras de caña.

La religión mexica en su fase madura surgió de la interacción de elementos ancestrales propios, como el culto al dios de la guerra Huitzilopochtli, con otros elementos adoptados de las culturas precedentes del valle de México con las cuales entraron en contacto, en particular la tolteca. Así, por ejemplo, como el culto tolteca también el mexica estaba centrado en el sacrificio humano, cuyas víctimas eran por lo general prisioneros de guerra, pero también esclavos o niños.

La renovación del Cosmos

El sacrificio ritual era concebido como una auténtica «alimentación de los dioses» con sangre humana y tenía la función de garantizar la regeneración del Cosmos y la naturaleza. Esta trágica liturgia se llevaba a cabo sobre una «piedra sacrificial». A continuación, se extraían los corazones de las víctimas y eran colocados en el Chac Mool, una estatua con forma de hombre tumbado que sostenía un cuenco para la víscera.

Con la consolidación del estado azteca, su capital se transformó en una metrópoli, a la que se llamó México Tenochtitlan, nombre compuesto por las palabras tetl (roca) nochtli (cactus) y tlan (lugar). En los años previos a la conquista española, la ciudad se expandió rápidamente, hasta englobar el vecino centro de Tlatelolco y la población alcanzó los trescientos mil habitantes.

Tenochtitlan era una urbe espléndida. Asentada en la parte occidental del lago, surgía ante los ojos de los viajeros que provenían de las montañas como una especie de gigantesca plataforma flotante, llena de templos piramidales y unida a la tierra firme por tres vías elevadas. Podemos hacernos una idea de la fascinación que ejercía sobre los visitantes gracias al dibujo realizado por Miguel Covarrubias y publicado por Cortés en 1525.

El diseño de la ciudad respondía a criterios de arquitectura sagrada. Estaba atravesada por cuatro vías maestras, orientadas hacia los cuatro puntos cardinales. La urbanística se inspiraba, por lo tanto, en una visión cuatripartita del mundo, muy común en muchas otras civilizaciones antiguas, como la incaica en América, o la del Antiguo Egipto en el Mediterráneo oriental.

Todas las calles convergían en una plaza, en el centro de la ciudad, concebida a su vez como una estructura cuatripartita donde los palacios de los gobernantes se orientaban hacia el interior. El edificio principal de la metrópoli, un auténtico «ombligo del mundo» azteca, era el Templo Mayor, que estaba situado en el Este de la plaza y dedicado a la pareja de divinidades constituida por Huitzilopochtli, el antiguo dios tribal mexica de la guerra y Tlaloc, dios de la lluvia. El centro monumental se hallaba exactamente donde se encuentra el centro de la actual ciudad de México o Zócalo, que comprende la catedral y el palacio presidencial. Con frecuencia los españoles construían utilizando como cimientos los edificios mexicas. Por este motivo, el centro monumental de la capital se ha conservado en el subsuelo.

El 17 de diciembre de 1760 se halló la llamada «Piedra del sol», un enorme disco de piedra de cuatro metros de diámetro, con un peso de veinte toneladas. Con frecuencia llamada calendario o piedra-calendario, esta escultura era más bien un obelisco que celebraba el ascenso al trono del soberano Itzcoatl, un acontecimiento que tuvo lugar en el año 1427, según señala el glifo que corona esta valiosa pieza arqueológica.

La piedra-calendario, que actualmente se conserva en el Museo de Antropología de México, representa en el centro al dios Sol, Tonatiuh, en el acto de comer corazones humanos. En la cosmología azteca, Tonatiuh estaba considerado el «Quinto Sol», símbolo de una de las edades del mundo. Esta cultura sostenía una cosmogonía cíclica –como la hindú–, en la cual el Cosmos pasaba por una serie de eras, con creaciones y destrucciones periódicas del mundo.

Según la mitología mexica, las cuatro eras precedentes habían acabado como consecuencia de cataclismos, simbolizados por jaguares, tempestades e inundaciones, y representadas en la piedra por cuatro imágenes orientadas en sentido contrario a las agujas del reloj: un jaguar, el dios del viento, el dios de la lluvia y Coatlicue, «Señora de la Vida», «Madre de los dioses» y deidad de la Luna.

La gran diosa había ordenado a los mexicas emigrar desde su tierra de origen y también era la madre de Huitzilopochtli, «el colibrí del sur» y dios de la guerra tribal ya mencionado. Coatlicue había quedado embarazada en el templo del dios Sol. Según una versión del mito, mientras lo barría guardó en su seno unas plumas de colibrí. En otra, un corona de plumas de colibrí descendió del Cielo mientras oraba. En cualquiera de ellas, estamos ante una concepción virginal.

Esta diosa madre y virgen, representada con una falda de serpientes y un collar de manos y corazones humanos, fue asimilada a la Virgen María después de la conquista española. A ella rendían culto los mexicas en el cerro Tepeyac. Y en ese mismo lugar fue donde se erigió el famoso santuario de la Virgen de Guadalupe, después de las visiones marianas del indio Juan Diego. Mediante esta fórmula, los aztecas vencidos burlaron la censura y siguieron rindiendo culto a su amada diosa madre, en el mismo lugar sagrado donde siempre la habían venerado.

Como las eras anteriores, también el quinto Sol habría de acabar con un cataclismo. En la cosmogonía mexica, el tiempo envejece y requiere una renovación. Por eso, en torno al dibujo central de la piedra-calendario hay un anillo con los glifos que representan los nombres de los veinte días del mes en el calendario ritual de 260 días, divididos en 13 meses, que los aztecas heredaron de los otros pueblos mesoamericanos.

El 21 de febrero de 1978 los obreros que trabajaban en la red eléctrica descubrieron otro gran disco de piedra, que originariamente se hallaba en la base de la escalinata del templo como símbolo de la derrota de los enemigos de los aztecas. En el disco está representada la diosa Luna Coyolxauhqui, hermana y enemiga de Huitzilopochtli, desmembrada y envuelta por dos serpientes. Bajo el estímulo de este descubrimiento se decidió intentar sacar a la luz una parte de las estructuras antiguas.

Templo Mayor

Por una ironía del destino, o tal vez como efecto de una sutil justicia divina, la construcción de los principales edificios coloniales preservó el sitio donde se hallaba enterrado el Templo Mayor. Hoy podemos experimentar la extraordinaria emoción de admirarlo, casi intacto, surgido victoriosamente de un pasado que los conquistadores intentaron borrar en vano.

El edificio se reconstruyó varias veces, con el añadido de una «envoltura» externa y englobando en las obras de albañilería el templo preexistente. Se trataba de una operación de «renovación» que tenía un significado ritual: el templo, auténtico centro del universo mexica, era «dejado intacto» en su estadio precedente, que así se convertía en el «cimiento» –simbólico más que físico– del correspondiente al estadio o edad siguiente. Cada vez que se concluía esta operación se dejaban ofrendas, como máscaras, cuchillos de obsidiana, conchas y esqueletos de víctimas animales y humanas. Es curioso que, sin pretenderlo, los conquistadores reiteraran la misma operación de emplear los antiguos santuarios como «cimiento» de sus edificios, englobando así a la cultura azteca.

El hallazgo de estas ofrendas, expuestas en el museo anexo al sitio, ha permitido mejorar enormemente nuestro conocimiento de las costumbres y la religión mexica. Los aztecas introdujeron en su religión elementos autóctonos de los pueblos conquistados y veneraron el pasado remoto, como demuestran las máscaras provenientes de Teotihuacán, la gran ciudad de los dioses, fruto de una cultura mesoamericana que floreció mucho antes de la llegada de los aztecas al valle y que está situada a pocos kilómetros de ciudad de México (AÑO/CERO, 177).

Como el Templo Mayor estaba dedicado a dos divinidades, en lo alto había dos templetes gemelos. Los sacrificios tenían lugar sobre una piedra con forma de paralelepípedo y, con posterioridad, los corazones de los sacrificados eran colocados en la estatua del Chac Mool. Ambas piezas se encuentran hoy en su sitio original, en la parte superior del templo, y el Chac Mool presenta aún los colores originales: azul, rojo y negro.

En una crónica sobre las costumbres aztecas escrita poco después de la conquista, el sacerdote español Toribio de Benavente afirmó que dicho templo servía para señalar el inicio de la fiesta llamada Tlacaxipeualiztli, en el equinoccio de primavera. «El comienzo de la fiesta –escribió– tenía que coincidir con la aparición del sol exactamente en el centro del templo, pero debido a un error en la ejecución del proyecto esto no ocurría en el día exacto y, por este motivo, Moctezuma estaba furioso y quería demoler la construcción para volver a edificarla nuevamente».

Dado que el sol sale por el este en los días equinocciales, en base a esta descripción se podía esperar encontrar el Templo Mayor orientado a los puntos cardinales, tal vez con un leve error. Pero no es así. Según las mediciones realizadas por Aveni y Gibbs en 1976, está orientado 7,5º al sur del este, una desviación demasiado grande para ser atribuida a un error respecto al este auténtico. Los pueblos precolombinos medían alineaciones astronómicas con errores muy pequeños, inferiores al medio grado.

El probable motivo de este desajuste es que el Sol equinoccial no debía ser observado en alineación por quien se hallaba en la plataforma misma, sino más bien por la multitud reunida abajo, en la plaza. Por lo tanto, la aparición del astro no era observada en el horizonte –oscurecido por la presencia del edificio–, sino a una cierta altura, cuando surgía sobre la cima del templo, entre las dos «capillas» o templetes.

Evidentemente se trataba de un fenómeno espectacular. Pero la correspondiente alineación era difícil de proyectar, porque es preciso tener en cuenta la trayectoria que el Sol realiza después de haber salido por el este. Además, dicha alineación depende de manera crucial de la altura del edificio y ésta fue aumentada varias veces en el curso de las sucesivas reconstrucciones del templo. Probablemente, cuando éste fue renovado una vez más bajo el gobierno de Moctezuma, su altura resultó excesiva y provocó el error que hizo enfurecer al monarca.

El Monte Tlaloc

El Templo Mayor es uno de los numerosos ejemplos donde el estudio arqueoastronómico de los monumentos del pasado nos ha reservado sorpresas, permitiéndonos comprender mejor la sociedad y la religión de la época. Pero el templo no era un elemento aislado, sino sólo el principal de un complejo paisaje sagrado con correlaciones astronómicas que se extendía por todo el valle. Si se prolonga imaginariamente el eje principal del Templo Mayor hacia el este, se descubre que pasa por el horizonte, a unos 44 kilómetros de distancia, exactamente entre dos montañas.

La situada al sur, el Cerro Telapon, se utilizaba como referencia astronómica, dado que el Sol sale en alineación sobre ella durante veinte días –es decir, un «mes» en el calendario azteca– antes del equinoccio. La del norte tiene 4.130 metros de altura y todavía hoy es conocida como Monte Tlaloc. Aparece en muchas crónicas como el elemento más importante del paisaje. También era llamada Tlalocan, «la casa del dios de la Lluvia». Allí había un importante templo consagrado a esta divinidad, donde en torno al 9 de mayo se celebraba una fiesta relacionada con el final de la estación seca.

La estructura todavía es visible en la montaña. Constaba de cuatro partes, como la de la ciudad, con cúmulos de rocas que marcaban los cuatro puntos cardinales, mientras en el lado oriental había un profundo pozo, un «ombligo». Según el estudioso estadounidense Richard Townsend, todo este recinto y su «vía procesional» eran una imagen o réplica del vientre de la montaña, que las ceremonias religiosas tenían por finalidad refertilizar cíclicamente.
Éste era un punto de encuentro entre «niveles cósmicos» diferentes, en el cual los monarcas aztecas renovaban el «orden cósmico», garantizando la cosecha. Evidentemente, al mismo tiempo ellos también renovaban su propio poder político como garantes de este «orden» cósmico y natural.

El Monte Tlaloc no es una construcción religiosa aislada: toda la estructura está «dirigida» hacia el centro de Tenochtitlan y el lado oeste del recinto de piedra se halla alineado perfectamente con el Templo Mayor y con una de las cuatro vías que cortaban la capital del imperio azteca.

En cierto sentido, todo el complejo constituido por el Templo Mayor y por el templo del Monte Tlaloc, situado a más de 40 kilómetros de distancia, puede considerarse un refinado y enorme observatorio solar. El corredor de acceso a la cumbre del monte, orientado unos 11º al norte del oeste, tenía a su vez funciones astronómicas, porque señalaba con exactitud el inminente final de la estación seca, indicando el punto preciso de la caída del Sol en torno al 18 de abril, es decir un mes azteca antes del inicio de la fiesta el 9 de mayo.

La lluvia estaba ligada a Tlaloc. No obstante, también existía una divinidad femenina del agua que fluye sobre la tierra, en los ríos y en los lagos, Chalchiuhtlicue. Así como Tlaloc residía en el Monte Tlaloc, Chalchiuhtlicue tenía su sede en Tetzcorzingo, una colina a mitad de camino entre las orillas del lago y el Monte Tlaloc. El paisaje sagrado de Tetzcotzingo fue proyectado y realizado por el soberano de Tetzcoco, una de las dos grandes ciudades aliadas de Tenochtitlan, en torno al año 1450. La cima estaba delimitada por un sendero «procesional» que circunscribía todo el perímetro.

En correspondencia con los puntos cardinales se crearon cuatro piletas alimentadas por un acueducto. El eje este-oeste, siguiendo la cresta del monte hasta la cima y luego descendiendo hasta el sendero, era a su vez señalado por «estaciones» rituales que simbolizaban y replicaban el camino del Sol en su arco diario. En la cima se construyó un templo de piedra, lamentablemente destruido por los españoles, del que quedan los cimientos y algunas imágenes de Tlaloc. Otras esculturas se encuentran en una caverna que se adentra en la colina.

A la luz de sus realizaciones, resulta evidente que el pensamiento natural azteca no era ese amorfo embrollo de supersticiones que vieron los conquistadores, sino el fruto de tradiciones y conocimientos milenarios de enorme calibre.

Pero la civilización azteca fue barrida en el correr de una generación y los recién llegados arrasaron buena parte de este patrimonio, movidos por un celo religioso notoriamente intolerante. A esta pérdida se han sumado numerosas ideas distorsionadas, prejuicios académicos eurocentristas, e incluso la divulgación de auténticas infamias sobre las civilizaciones de centroamérica.

Baste citar que, antes de la conquista, existían en el valle de México pocas especies de animales domésticos, prácticamente sólo perros y pavos. En particular, no parecía haber ningún animal domesticado para arrastrar carros. Este hecho condujo a los estudiosos a concluir la innoble tontería según la cual los mexicas no conocían el uso de la rueda. Quién sabe qué pensarían de nosotros –las gentes del tercer milenio– los niños que arrastraban unos perritos de juguete con ruedas que hoy se encuentran expuestos en el Museo Arqueológico de Oaxaca.
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