Civilizaciones perdidas
01/03/2005 (00:00 CET)
Actualizado: 06/11/2014 (09:58 CET)
Alejandro Magno, el iniciado
Probablemente fue concebido mediante un rito de sexo sagrado. Su nacimiento estuvo rodeado de prodigios y recibió su iniciación en los cultos mistéricos a los trece años. Su conquista de Oriente puede interpretarse como una búsqueda del encuentro con su padre Zeus-Amón para transformarse en un dios solar... ¿Es posible que lo consiguiera?
El misterio rodea la figura de Alejandro Magno. No sólo fue un alto iniciado, sino un auténtico elegido. Su genio concibió el primer proyecto de «globalización» de la historia: una administración que ordenara la convivencia de todos los hombres. Pero su estrella sería tan fulgurante como fugaz. Nació en el 356 a.C. y falleció en el 323 a.C., a los 33 años. En poco más de una década creó un imperio que se extendía desde el Mediterráneo oriental hasta la India, abarcando más de 5 millones de km2. Si su existencia no estuviese documentada sólidamente, diríamos que su perfil no corresponde al de un hombre, sino a un semidiós legendario. Su vida es una prueba irrefutable de que, en algunas ocasiones excepcionales, los mitos encarnan y se transforman en historia.
La alquimia de la sangre
En la procreación de Alejandro tiene especial protagonismo la magia. Los antiguos cultos mistéricos de la Hélade habían dado lugar a una alquimia de sangre escogida en sus progenitores. Su padre, el rey Filipo II de Macedonia, provenía de una estirpe solar, entre cuyos ancestros mitológicos se contaba Hércules. El territorio de su reino se situaba al norte del Olimpo, la morada de los dioses griegos. En la ladera septentrional de este monte sagrado de 3.000 m de altura, la tradición situaba la residencia de las musas y la tumba de Orfeo, el dios músico, cuyos misterios constituyeron una de las más prestigiosas iniciaciones en la antigüedad. En esta tierra prosperaron los macedonios, un pueblo dorio con rasgos étnicos bien definidos: complexión robusta, elevada estatura, cabellera rubia y ojos azules.
En el año 356 a.C., Filipo acudió a la isla de Samotracia, sede de los Misterios de los cabirios, adoradores de Hefestos, el dios herrero, y de las deidades enanas de la fertilidad, cuyos cultos se mezclaban con el de Dionisos. El monarca macedonio fue recibido con los honores debidos a su prestigio e iniciado. Estos ritos perseguían la comunicación con los dioses luminosos del cielo y con los del inframundo a través del trance extático, que llegaba en la culminación de prácticas de exaltación y desenfreno sexual.
En el curso de estos cultos se invocaba a los antepasados en ceremonias protagonizadas por el fuego sagrado. Los oficiantes apagaban y encendían hogueras, alimentadas con lumbres llevadas desde el santuario del dios Apolo, en Delfos. Y como vimos, también veneraban al Sol subterráneo, simbolizado por las fraguas de Hefestos, el patrón de los metalúrgicos que Roma veneró en la imagen de Vulcano y en cuya tradición nació la alquimia. Si a todo esto añadimos el culto a Dionisos el dios de la fertilidad, la embriaguez y la locura sagrada, con su cortejo de sátiros y bacantes danzando al son de la flauta agreste, es evidente que nos hallamos en un ambiente religioso en el cual la magia sexual no podía estar ausente.
En este escenario iluminado por las hogueras sacras y animado por la vibración febril de tambores y liras, Filipo quedó fascinado por una joven sacerdotisa de salvaje belleza que danzaba frenéticamente, con su cuerpo envuelto en serpientes. Esta bacante ritual era Polixena, hija del difunto monarca Neptolemo I de Epiro, una tierra que oficiaba un antiguo culto tracio al dios mistérico Sabazio, ya asimilado por Dionisos, y que era célebre por el oráculo de Dodona. La princesa Polixena también veneraba a Zeus-Amón, fusión del dios supremo del Olimpo griego con el del antiguo Egipto. Zeus representaba el aspecto temible del fuego celeste como portador del rayo, mientras que Amón-Ra (el Oculto), simbolizaba su aspecto luminoso como Sol benéfico.
También el linaje de esta sacerdotisa atesoraba una sangre real que se consideraba divina, porque se remontaba al semidiós Aquiles, cuyo hijo se había unido con Andrómaca, la viuda de Héctor, fundiendo la estirpe de origen celeste que reivindicaban los aqueos con la de los troyanos en la línea de sangre real de la princesa Polixena.
Nos encontramos, por tanto, en un importante lugar de poder, sede de cultos y ritos sexuales de la fertilidad, en el cual se conocieron estos dos iniciados en los antiguos misterios que se consideraban descendientes de deidades.
Un nacimiento divino
Cuando Filipo regresó a Macedonia se llevó consigo a Polixena, a quien desposó. Al año siguiente nació Alejandro III de Macedonia. Realmente, sería extraño que sus padres iniciados no lo concibieran mediante ritos de magia sexual. Sobre todo, porque existen muchos indicios documentales de ello.
Al casarse con Filipo, Polixena cambió su nombre por el de «Myrtale» (una ninfa, deidad de la naturaleza asociada a la primera iniciación de Alejandro). El día del nacimiento de éste, adoptó el de «Olimpia» (morada de los dioses). Años más tarde, volvería a cambiar su nombre por el de Estratonice (una forma de la diosa Afrodita) en defensa de legitimidad de su nieto Alejandro IV hijo de Alejandro y la princesa afgana Roxana como heredero del trono. ¿Estamos ante indicios de que así encarnaba una función ritual distinta en cada caso?
No lo sabemos. Pero ella misma sostuvo que Alejandro no era hijo de Filipo, sino del propio Zeus-Amón, encarnado en una serpiente que se había deslizado en su lecho. También inculcó esta firme convicción en su hijo. La serpiente sagrada enlazaba con su antepasado Aquiles, nombre que proviene del término echis y significa serpiente. Al quedar encinta de Alejandro, Olimpia soñó que el rayo de Zeus zig zag evocador de la serpiente celeste o de luz la abrasaba antes de extenderse y envolver la Tierra.
Pero no estamos ante una simple fantasía de su temperamento místico. Lo confirma el sueño que tuvo Filipo durante la misma noche del nacimiento de su hijo. Según confió el rey a los adivinos de su corte, él soñó que un sello con el signo de Leo cerraba el sexo de Olimpia, impidiéndole unirse a ella. Alejandro nació con el Sol en Leo y teniendo como ascendiente a Aries, el signo de Amón. De modo que también Filipo compartía la misma expectativa de Olimpia y el sentimiento de que, al menos en calidad de una paternidad simbólica, el Cielo había participado en la concepción y nacimiento de su hijo.
El alumbramiento se produjo a medianoche. En la víspera, dos águilas se habían posado sobre el tejado de la habitación de Olimpia y, cuando ella dio a luz, la tempestad estalló con profusión de truenos y relámpagos sobre la tierra, sacudida por un fuerte seísmo. Aquella misma noche se incendió al Templo de Artemisa en Éfeso, un signo que los adivinos de Filipo interpretaron como el anuncio del advenimiento de un niño con corazón de león (Leo), cuya antorcha incendiaría todo Oriente.
El oráculo de Amón
También hay otro detalle muy sugestivo. El oráculo de Dodona en Epiro, el de Apolo en Delfos y el de Amón-Ra en el oasis de Siwa, mantenían entre sí un vínculo íntimo, hasta el extremo de ser considerados gemelos. Alejandro interrumpió su campaña de Oriente, subordinando los imperativos militares a los místicos para peregrinar al santuario de su padre Amón en Siwa, donde los sacerdotes egipcios le recibieron como a un Hijo del Gran Dios, revelándole el secreto de su destino. Para llegar se había abierto el camino de Egipto a través de Gaza. Después, peregrinó a pie durante ocho días, recorriendo 300 km de llameante desierto para hasta alcanzar el Templo, en cuyo santuario pudo visitar la imagen de Amón: un betilo o meteorito, que los antiguos denominaban «piedras del rayo» porque caían del cielo.
Según Plutarco quien recogió fuentes hoy perdidas, durante esta peregrinación el dios se manifestó con signos propicios como la lluvia, muy rara en el desierto. También en el hecho de que Alejandro se perdiera y dos serpientes le mostraran el camino hacia Siwa. Aunque sean legendarios, estos detalles indican que Alejandro vivió su visita al oráculo de Amón como una peregrinación saludada por los dioses. Todo este itinerario estuvo jalonado por batallas precedidas por consagraciones solemnes a las deidades, con sacrificios y ceremonias en las cuales, en ocasiones, él ofició personalmente como sacerdote. Y lo que explica esta ruta no es la conquista de Persia, sino la liberaración de Egipto. Allí obtendría la legitimación para investirse como vengador divino del país del Nilo. Sólo entonces, reconocido en calidad de tal, se lanzó contra el Imperio persa.
«El Horus viviente»
Los egipcios nunca le vieron como a un invasor, sino como un libertador. Alejandro aceptó la corona que le ofreció el clero de Menfis y fue coronado como rey del Alto y del Bajo Egipto, con todos los atributos de la monarquía faraónica. Este acto que lo erigió en un «Horus viviente» y confirió carácter sagrado a sus conquistas posteriores, fue el final de ese proceso comenzado con su peregrinación al santuario de Amón en Siwa.
Alejandro escribió a su madre Olimpia, prometiéndole confiarle el oráculo del dios a su regreso. Es probable que lo hiciese, dado lo unidos que estuvieron siempre, pero ninguno de los dos confió a nadie este secreto y se lo llevaron a la tumba. Sobre esa revelación nada sabemos de cierto. Las versiones que circularon sobre cuáles fueron las preguntas efectuadas por Alejandro carecen de credibilidad histórica. En realidad, lo único seguro es que, al parecer, este oráculo de Amón funcionaba como un enorme tablero oval de oui-ja, sobre el cual unos oficiantes realizaban movimientos rituales bajo las órdenes del consultante, asumiendo el papel de signos que interpretaban los sacerdotes.
Finalmente, existe una leyenda persa que también apunta a una procreación ritual. Según ésta, Alejandro habría sido engendrado por el faraón-mago Nectanbeo, quien se habría trasladado a Macedonia para dirigir la liturgia que daría a Olimpia un hijo-héroe, de la simiente de Zeus-Amón y también habría planificado la unión sagrada para que «el niño mágico» naciese cuando los astros alcanzaran la conjunción adecuada. Aunque esta atribución de paternidad al faraón es muy poco probable Nectanbeo huyó de Egipto ante la invasión persa y se exilió cuando Alejandro ya tenía 13 años, es evidente que su carácter legendario se inspiró en una convicción muy difundida entre los contemporáneos del gran rey macedonio, según la cual su procreación no había sido profana, sino fruto de un rito de sexo sagrado.
En cualquier caso, Siwa no fue ni mucho menos la única ocasión en que Alejandro subordinó su actividad político-militar al imperativo religioso. Lo hizo siempre. También visitó el oráculo de Delfos para consultar a la pitonisa, antes de lanzarse a la conquista de Oriente. Y peregrinó a la tumba del gran Aquiles su semidivino ancestro materno, donde dejó en ofrenda sus armas y lloró por el héroe, sin olvidar detenerse en Ilión para realizar una ofrenda a la Atenea troyana. Alejandro no fue un monarca guerrero de gestos piadosos, sino un iniciado cuya vida se regía por objetivos psicoespirituales en función de su misticismo. Seguramente, también concebía la guerra como lance ritual de su vía iniciática.
La educación que recibió desde su infancia confirma este cuadro. Olimpia lo instruyó en astrología y en el arte de la adivinación por el fuego y el vuelo de los pájaros (ornitomancia). También le preparó para una primera y temprana iniciación. A los 13 años, Alejandro viajó a Mencia para ser iniciado en los misterios órficos, en la gruta de las ninfas, lugar de poder muy evocador del nombre ritual que adoptó su madre para alumbrarlo. Las poderosas impresiones del rito secreto marcaron su sensibilidad, ya preparada por su institutriz Lánice, que le descubrió el mundo de los poemas homéricos y lo introdujo en las tragedias de Eurípides. Desde niño se aficionó a la lectura y concibió que era su deber emular a los héroes homéricos, sobre todo a su admirado Aquiles. Entonces, tanto la Ilíada como las tragedias griegas eran consideradas obras sagradas, no literarias. El término «tragedia» significa literalmente «canción del macho cabrío» y, precisamente, se originó en las festividades religiosas del culto a Dionisos.
Al mismo tiempo, su padre se ocupó de que recibiera una estricta preparación política, atlética y militar. En estas disciplinas tuvo como preceptor a Leónidas, formación completada en una auténtica academia, en Mieza. El príncipe adolescente regresó al hogar a los 14 años. En esta etapa de su educación tuvo como preceptor a Aristóteles, que estimuló su interés en la medicina, zoología, botánica, historia, filosofía y geografía, poniendo la piedra de toque a su formación.
En esos años sus padres se distanciaron. El mujeriego Filipo que tuvo siete esposas se casó con una joven aristócrata macedonia y marginó a Olimpia. Pero el joven Alejandro tomó partido por su madre. Cuando Olimpia fue desterrada la acompañó y no regresó sin ella. También es evidente que heredó su temperamento impulsivo, su profundo misticismo y su tendencia a actuar siguiendo sus propias intuiciones.
El iniciado ya había demostrado su temple y sus dotes. En cierta ocasión, observó junto a su padre cómo varios oficiales se esforzaban sin éxito en montar a un indómito caballo llamado Bucéfalo, que resistía todos los intentos. Alejandro pidió autorización a Filipo para probar fortuna. El rey se la concedió, probablemente convencido de que un buen revolcón podía ser una experiencia valiosa, que le ayudaría a medir sus posibilidades de éxito antes de pasar a la acción.
Alejandro se acercó al caballo, consiguió hacerle girar suavemente la cabeza para que mirara al Sol y estuvo acariciándolo y susurrándole. Después, lo montó y emprendió un galope victorioso. Hay quien considera legendario este episodio. Pero el enorme afecto que profesaba Alejandro por Bucéfalo está documentado. En Gaugamela, cuando se jugaba toda su suerte en una batalla decisiva, se ocupó personalmente del cuidado de Bucéfalo, ya viejo. Además, el joven dio muy pronto suficientes pruebas de sus enormes dotes de mando y persuasión. Debía tener un fuerte carisma para que los generales de Filipo le adoraran cuando sólo tenía 16 años.
A esa temprana edad, su padre le confió el reino mientras se ausentaba para proseguir sus campañas militares en Grecia. Aún no había cumplido los 17 años cuando consiguió su primera campaña victoriosa, en lucha contra tribalos e ilirios, en la frontera norte de Macedonia. A los 18 años dirigió la carga de la caballería de elite macedonia en la decisiva batalla de Queronea (338 a.C.), imponiendo su estrategia. Toda Grecia quedó desde ese momento bajo el dominio macedonio. Sólo dos años más tarde, Filipo moría asesinado por Pausanias. Alejandro ascendía al trono a los 20 años, enfrentándose con la hostilidad de los cortesanos y de los parientes de la esposa macedonia de Filipo, cuya familia aristocrática pretendía la corona, marginando a Olimpia esa hechicera extranjera de la tribu de los molosos y proclamando heredero a un príncipe macedonio de pura cepa. Pero Alejandro contó con dos apoyos decisivos para consolidarse en el trono: su madre Olimpia y el ejército, que veía en él a su jefe natural y carismático.
El Rey del mundo
A los 21 años se lanza a la conquista de Persia. Pero también su campaña de Oriente obedece al misticismo visionario de un iniciado. Por ejemplo, cuando toma Tiro después de soñar que Hércules le acompañaba y entraba con él a la ciudad, escoge para atacar la fecha de la salida helíaca de Sirio, que señalaba el inicio del año solar egipcio. Más tarde, Alejandro reformará el calendario griego para que también comenzara en esa fecha sagrada.
No cabe duda de que sus pasos estuvieron dictados por su voluntad de transformarse en «más que humano», sin hacer ninguna concesión a las distracciones y placeres que hubiese podido disfrutar a manos llenas como príncipe macedonio. El historiador Robin Lane Fox, catedrático de Oxford, autor de una biografía nada sospechosa de inclinaciones esotéricas y asesor de Oliver Stone en la película Alejandro, reconoce que «conocía todos los mitos griegos y que se propuso hacerlos realidad a lo largo de su vida». Pero encarnar el mito hasta este extremo de ritualizar toda la existencia es la seña de identidad inequívoca de un alto iniciado. Estamos ante un rasgo extraño a la mentalidad profana, que percibiría semejante pretensión como un despropósito suicida.
El proyecto de Alejandro no puede entenderse desde una perspectiva pragmática. De modo que tal vez, los dioses le inspiraran y acompañaran en semejante empresa. Estamos ante un caso único en la historia militar. ¿Cómo explicar que en ocho años conquistara el mayor imperio conocido, sin sufrir nunca ni una sola derrota, o que venciera de forma inapelable en todas sus confrontaciones con el ejército persa, la maquinaria bélica más poderosa de aquella época?
Las impresionantes huestes de Darío III sumaban 250.000 hombres e incluían elefantes. Alejandro las derrotó con una fuerza inferior a los 40.000 hombres. Estaba convencido de su victoria debido a un eclipse de luna, astro de la Astarté babilónica, que interpretó como un signo favorable de su padre Zeus-Amón. Y atacó de frente y al centro del ejército persa, buscando encararse con Darío, que huyó aterrorizado. La gran batalla de Gaugamela que decidió la suerte de la guerra no fue la victoria de un genio de la estrategia, sino de una voluntad de combate sostenida con una fe absoluta por un rey iniciado que luchaba a la cabeza de sus tropas.
Sus actos confirman que concebía la guerra como lance ritual. Después de vencer a Darío, que fue asesinado por sus hombres, no sólo le rindió honores, sino que se puso bajo la protección de Zoroastro, el gran profeta persa, y ordenó ejecutar como traidores a los asesinos de su desventurado enemigo. También mantuvo los privilegios y el tratamiento de personas reales para todos los miembros de la familia de Darío. Al tomar Bactras, la ciudad santa de Zoroastro, dedicó bastante tiempo a ser instruido por los magos y hombres sabios de la religión de Ahura Mazda. No actuó nunca como un invasor clásico, sino en calidad de emperador sagrado, profeta y filósofo. Su conquista de Oriente puede entenderse incluso como una búsqueda infatigable de las fuentes del Sol: la morada desde la cual salía cada día el astro de su padre Zeus-Amón.
Alejandro se veía a sí mismo como un reconciliador de Oriente y Occidente y actuó en consecuencia, desposando a la princesa afgana Roxana, con quien tendría un hijo póstumo. También, como había hecho con los griegos, integró a las elites de los pueblos conquistados en su corte y en su ejército.
Corría el año 326. India fue el último escenario de su conquista de Oriente. Pero no pudo entrar en las llanuras del Ganges. Sus tropas se negaron a seguirlo. Los griegos estaban descontentos con una política que les despojaba de sus prebendas como vencedores y que privilegiaba a los vencidos. Tampoco le perdonaban que desposara a una extranjera asiática y no a una princesa macedonia, ni que adoptara los usos de las cortes orientales. Además, después de ocho años de campañas militares, sus soldados querían regresar al hogar a disfrutar el botín y el prestigio social que correspondía a los guerreros victoriosos. Y con Alejandro no había botín, sino deber y una misión utópica: construir un mundo nuevo, unificado bajo un único poder.
En el año 324 a.C., un decreto suyo ordenó el retorno a Grecia de todos los exiliados. Las ciudades de la Hélade temieron por sus economías y empezaron a desacreditarlo, calificándolo de tirano. Las sublevaciones fueron sofocadas sin ahorrarse las ejecuciones. Esta conducta era la habitual en su época y no proyecta sombras sobre su generosidad y respeto por las naciones conquistadas, incluyendo sus cultos, creencias y costumbres.
En el año 323, a.C. Alejandro moría en Babilonia. Algunos autores atribuyen su fallecimiento a la malaria, otros a la leucemia y muchos piensan que fue envenenado. El enigma de su prematura muerte está en armonía con el que presidió su destino. Según Luciano, al acercarse el final pidió ser enterrado en Egipto para «entrar en el rango de los dioses». Era un deseo lógico en alguien que había vivido con ese objetivo.
La alquimia de la sangre
En la procreación de Alejandro tiene especial protagonismo la magia. Los antiguos cultos mistéricos de la Hélade habían dado lugar a una alquimia de sangre escogida en sus progenitores. Su padre, el rey Filipo II de Macedonia, provenía de una estirpe solar, entre cuyos ancestros mitológicos se contaba Hércules. El territorio de su reino se situaba al norte del Olimpo, la morada de los dioses griegos. En la ladera septentrional de este monte sagrado de 3.000 m de altura, la tradición situaba la residencia de las musas y la tumba de Orfeo, el dios músico, cuyos misterios constituyeron una de las más prestigiosas iniciaciones en la antigüedad. En esta tierra prosperaron los macedonios, un pueblo dorio con rasgos étnicos bien definidos: complexión robusta, elevada estatura, cabellera rubia y ojos azules.
En el año 356 a.C., Filipo acudió a la isla de Samotracia, sede de los Misterios de los cabirios, adoradores de Hefestos, el dios herrero, y de las deidades enanas de la fertilidad, cuyos cultos se mezclaban con el de Dionisos. El monarca macedonio fue recibido con los honores debidos a su prestigio e iniciado. Estos ritos perseguían la comunicación con los dioses luminosos del cielo y con los del inframundo a través del trance extático, que llegaba en la culminación de prácticas de exaltación y desenfreno sexual.
En el curso de estos cultos se invocaba a los antepasados en ceremonias protagonizadas por el fuego sagrado. Los oficiantes apagaban y encendían hogueras, alimentadas con lumbres llevadas desde el santuario del dios Apolo, en Delfos. Y como vimos, también veneraban al Sol subterráneo, simbolizado por las fraguas de Hefestos, el patrón de los metalúrgicos que Roma veneró en la imagen de Vulcano y en cuya tradición nació la alquimia. Si a todo esto añadimos el culto a Dionisos el dios de la fertilidad, la embriaguez y la locura sagrada, con su cortejo de sátiros y bacantes danzando al son de la flauta agreste, es evidente que nos hallamos en un ambiente religioso en el cual la magia sexual no podía estar ausente.
En este escenario iluminado por las hogueras sacras y animado por la vibración febril de tambores y liras, Filipo quedó fascinado por una joven sacerdotisa de salvaje belleza que danzaba frenéticamente, con su cuerpo envuelto en serpientes. Esta bacante ritual era Polixena, hija del difunto monarca Neptolemo I de Epiro, una tierra que oficiaba un antiguo culto tracio al dios mistérico Sabazio, ya asimilado por Dionisos, y que era célebre por el oráculo de Dodona. La princesa Polixena también veneraba a Zeus-Amón, fusión del dios supremo del Olimpo griego con el del antiguo Egipto. Zeus representaba el aspecto temible del fuego celeste como portador del rayo, mientras que Amón-Ra (el Oculto), simbolizaba su aspecto luminoso como Sol benéfico.
También el linaje de esta sacerdotisa atesoraba una sangre real que se consideraba divina, porque se remontaba al semidiós Aquiles, cuyo hijo se había unido con Andrómaca, la viuda de Héctor, fundiendo la estirpe de origen celeste que reivindicaban los aqueos con la de los troyanos en la línea de sangre real de la princesa Polixena.
Nos encontramos, por tanto, en un importante lugar de poder, sede de cultos y ritos sexuales de la fertilidad, en el cual se conocieron estos dos iniciados en los antiguos misterios que se consideraban descendientes de deidades.
Un nacimiento divino
Cuando Filipo regresó a Macedonia se llevó consigo a Polixena, a quien desposó. Al año siguiente nació Alejandro III de Macedonia. Realmente, sería extraño que sus padres iniciados no lo concibieran mediante ritos de magia sexual. Sobre todo, porque existen muchos indicios documentales de ello.
Al casarse con Filipo, Polixena cambió su nombre por el de «Myrtale» (una ninfa, deidad de la naturaleza asociada a la primera iniciación de Alejandro). El día del nacimiento de éste, adoptó el de «Olimpia» (morada de los dioses). Años más tarde, volvería a cambiar su nombre por el de Estratonice (una forma de la diosa Afrodita) en defensa de legitimidad de su nieto Alejandro IV hijo de Alejandro y la princesa afgana Roxana como heredero del trono. ¿Estamos ante indicios de que así encarnaba una función ritual distinta en cada caso?
No lo sabemos. Pero ella misma sostuvo que Alejandro no era hijo de Filipo, sino del propio Zeus-Amón, encarnado en una serpiente que se había deslizado en su lecho. También inculcó esta firme convicción en su hijo. La serpiente sagrada enlazaba con su antepasado Aquiles, nombre que proviene del término echis y significa serpiente. Al quedar encinta de Alejandro, Olimpia soñó que el rayo de Zeus zig zag evocador de la serpiente celeste o de luz la abrasaba antes de extenderse y envolver la Tierra.
Pero no estamos ante una simple fantasía de su temperamento místico. Lo confirma el sueño que tuvo Filipo durante la misma noche del nacimiento de su hijo. Según confió el rey a los adivinos de su corte, él soñó que un sello con el signo de Leo cerraba el sexo de Olimpia, impidiéndole unirse a ella. Alejandro nació con el Sol en Leo y teniendo como ascendiente a Aries, el signo de Amón. De modo que también Filipo compartía la misma expectativa de Olimpia y el sentimiento de que, al menos en calidad de una paternidad simbólica, el Cielo había participado en la concepción y nacimiento de su hijo.
El alumbramiento se produjo a medianoche. En la víspera, dos águilas se habían posado sobre el tejado de la habitación de Olimpia y, cuando ella dio a luz, la tempestad estalló con profusión de truenos y relámpagos sobre la tierra, sacudida por un fuerte seísmo. Aquella misma noche se incendió al Templo de Artemisa en Éfeso, un signo que los adivinos de Filipo interpretaron como el anuncio del advenimiento de un niño con corazón de león (Leo), cuya antorcha incendiaría todo Oriente.
El oráculo de Amón
También hay otro detalle muy sugestivo. El oráculo de Dodona en Epiro, el de Apolo en Delfos y el de Amón-Ra en el oasis de Siwa, mantenían entre sí un vínculo íntimo, hasta el extremo de ser considerados gemelos. Alejandro interrumpió su campaña de Oriente, subordinando los imperativos militares a los místicos para peregrinar al santuario de su padre Amón en Siwa, donde los sacerdotes egipcios le recibieron como a un Hijo del Gran Dios, revelándole el secreto de su destino. Para llegar se había abierto el camino de Egipto a través de Gaza. Después, peregrinó a pie durante ocho días, recorriendo 300 km de llameante desierto para hasta alcanzar el Templo, en cuyo santuario pudo visitar la imagen de Amón: un betilo o meteorito, que los antiguos denominaban «piedras del rayo» porque caían del cielo.
Según Plutarco quien recogió fuentes hoy perdidas, durante esta peregrinación el dios se manifestó con signos propicios como la lluvia, muy rara en el desierto. También en el hecho de que Alejandro se perdiera y dos serpientes le mostraran el camino hacia Siwa. Aunque sean legendarios, estos detalles indican que Alejandro vivió su visita al oráculo de Amón como una peregrinación saludada por los dioses. Todo este itinerario estuvo jalonado por batallas precedidas por consagraciones solemnes a las deidades, con sacrificios y ceremonias en las cuales, en ocasiones, él ofició personalmente como sacerdote. Y lo que explica esta ruta no es la conquista de Persia, sino la liberaración de Egipto. Allí obtendría la legitimación para investirse como vengador divino del país del Nilo. Sólo entonces, reconocido en calidad de tal, se lanzó contra el Imperio persa.
«El Horus viviente»
Los egipcios nunca le vieron como a un invasor, sino como un libertador. Alejandro aceptó la corona que le ofreció el clero de Menfis y fue coronado como rey del Alto y del Bajo Egipto, con todos los atributos de la monarquía faraónica. Este acto que lo erigió en un «Horus viviente» y confirió carácter sagrado a sus conquistas posteriores, fue el final de ese proceso comenzado con su peregrinación al santuario de Amón en Siwa.
Alejandro escribió a su madre Olimpia, prometiéndole confiarle el oráculo del dios a su regreso. Es probable que lo hiciese, dado lo unidos que estuvieron siempre, pero ninguno de los dos confió a nadie este secreto y se lo llevaron a la tumba. Sobre esa revelación nada sabemos de cierto. Las versiones que circularon sobre cuáles fueron las preguntas efectuadas por Alejandro carecen de credibilidad histórica. En realidad, lo único seguro es que, al parecer, este oráculo de Amón funcionaba como un enorme tablero oval de oui-ja, sobre el cual unos oficiantes realizaban movimientos rituales bajo las órdenes del consultante, asumiendo el papel de signos que interpretaban los sacerdotes.
Finalmente, existe una leyenda persa que también apunta a una procreación ritual. Según ésta, Alejandro habría sido engendrado por el faraón-mago Nectanbeo, quien se habría trasladado a Macedonia para dirigir la liturgia que daría a Olimpia un hijo-héroe, de la simiente de Zeus-Amón y también habría planificado la unión sagrada para que «el niño mágico» naciese cuando los astros alcanzaran la conjunción adecuada. Aunque esta atribución de paternidad al faraón es muy poco probable Nectanbeo huyó de Egipto ante la invasión persa y se exilió cuando Alejandro ya tenía 13 años, es evidente que su carácter legendario se inspiró en una convicción muy difundida entre los contemporáneos del gran rey macedonio, según la cual su procreación no había sido profana, sino fruto de un rito de sexo sagrado.
En cualquier caso, Siwa no fue ni mucho menos la única ocasión en que Alejandro subordinó su actividad político-militar al imperativo religioso. Lo hizo siempre. También visitó el oráculo de Delfos para consultar a la pitonisa, antes de lanzarse a la conquista de Oriente. Y peregrinó a la tumba del gran Aquiles su semidivino ancestro materno, donde dejó en ofrenda sus armas y lloró por el héroe, sin olvidar detenerse en Ilión para realizar una ofrenda a la Atenea troyana. Alejandro no fue un monarca guerrero de gestos piadosos, sino un iniciado cuya vida se regía por objetivos psicoespirituales en función de su misticismo. Seguramente, también concebía la guerra como lance ritual de su vía iniciática.
La educación que recibió desde su infancia confirma este cuadro. Olimpia lo instruyó en astrología y en el arte de la adivinación por el fuego y el vuelo de los pájaros (ornitomancia). También le preparó para una primera y temprana iniciación. A los 13 años, Alejandro viajó a Mencia para ser iniciado en los misterios órficos, en la gruta de las ninfas, lugar de poder muy evocador del nombre ritual que adoptó su madre para alumbrarlo. Las poderosas impresiones del rito secreto marcaron su sensibilidad, ya preparada por su institutriz Lánice, que le descubrió el mundo de los poemas homéricos y lo introdujo en las tragedias de Eurípides. Desde niño se aficionó a la lectura y concibió que era su deber emular a los héroes homéricos, sobre todo a su admirado Aquiles. Entonces, tanto la Ilíada como las tragedias griegas eran consideradas obras sagradas, no literarias. El término «tragedia» significa literalmente «canción del macho cabrío» y, precisamente, se originó en las festividades religiosas del culto a Dionisos.
Al mismo tiempo, su padre se ocupó de que recibiera una estricta preparación política, atlética y militar. En estas disciplinas tuvo como preceptor a Leónidas, formación completada en una auténtica academia, en Mieza. El príncipe adolescente regresó al hogar a los 14 años. En esta etapa de su educación tuvo como preceptor a Aristóteles, que estimuló su interés en la medicina, zoología, botánica, historia, filosofía y geografía, poniendo la piedra de toque a su formación.
En esos años sus padres se distanciaron. El mujeriego Filipo que tuvo siete esposas se casó con una joven aristócrata macedonia y marginó a Olimpia. Pero el joven Alejandro tomó partido por su madre. Cuando Olimpia fue desterrada la acompañó y no regresó sin ella. También es evidente que heredó su temperamento impulsivo, su profundo misticismo y su tendencia a actuar siguiendo sus propias intuiciones.
El iniciado ya había demostrado su temple y sus dotes. En cierta ocasión, observó junto a su padre cómo varios oficiales se esforzaban sin éxito en montar a un indómito caballo llamado Bucéfalo, que resistía todos los intentos. Alejandro pidió autorización a Filipo para probar fortuna. El rey se la concedió, probablemente convencido de que un buen revolcón podía ser una experiencia valiosa, que le ayudaría a medir sus posibilidades de éxito antes de pasar a la acción.
Alejandro se acercó al caballo, consiguió hacerle girar suavemente la cabeza para que mirara al Sol y estuvo acariciándolo y susurrándole. Después, lo montó y emprendió un galope victorioso. Hay quien considera legendario este episodio. Pero el enorme afecto que profesaba Alejandro por Bucéfalo está documentado. En Gaugamela, cuando se jugaba toda su suerte en una batalla decisiva, se ocupó personalmente del cuidado de Bucéfalo, ya viejo. Además, el joven dio muy pronto suficientes pruebas de sus enormes dotes de mando y persuasión. Debía tener un fuerte carisma para que los generales de Filipo le adoraran cuando sólo tenía 16 años.
A esa temprana edad, su padre le confió el reino mientras se ausentaba para proseguir sus campañas militares en Grecia. Aún no había cumplido los 17 años cuando consiguió su primera campaña victoriosa, en lucha contra tribalos e ilirios, en la frontera norte de Macedonia. A los 18 años dirigió la carga de la caballería de elite macedonia en la decisiva batalla de Queronea (338 a.C.), imponiendo su estrategia. Toda Grecia quedó desde ese momento bajo el dominio macedonio. Sólo dos años más tarde, Filipo moría asesinado por Pausanias. Alejandro ascendía al trono a los 20 años, enfrentándose con la hostilidad de los cortesanos y de los parientes de la esposa macedonia de Filipo, cuya familia aristocrática pretendía la corona, marginando a Olimpia esa hechicera extranjera de la tribu de los molosos y proclamando heredero a un príncipe macedonio de pura cepa. Pero Alejandro contó con dos apoyos decisivos para consolidarse en el trono: su madre Olimpia y el ejército, que veía en él a su jefe natural y carismático.
El Rey del mundo
A los 21 años se lanza a la conquista de Persia. Pero también su campaña de Oriente obedece al misticismo visionario de un iniciado. Por ejemplo, cuando toma Tiro después de soñar que Hércules le acompañaba y entraba con él a la ciudad, escoge para atacar la fecha de la salida helíaca de Sirio, que señalaba el inicio del año solar egipcio. Más tarde, Alejandro reformará el calendario griego para que también comenzara en esa fecha sagrada.
No cabe duda de que sus pasos estuvieron dictados por su voluntad de transformarse en «más que humano», sin hacer ninguna concesión a las distracciones y placeres que hubiese podido disfrutar a manos llenas como príncipe macedonio. El historiador Robin Lane Fox, catedrático de Oxford, autor de una biografía nada sospechosa de inclinaciones esotéricas y asesor de Oliver Stone en la película Alejandro, reconoce que «conocía todos los mitos griegos y que se propuso hacerlos realidad a lo largo de su vida». Pero encarnar el mito hasta este extremo de ritualizar toda la existencia es la seña de identidad inequívoca de un alto iniciado. Estamos ante un rasgo extraño a la mentalidad profana, que percibiría semejante pretensión como un despropósito suicida.
El proyecto de Alejandro no puede entenderse desde una perspectiva pragmática. De modo que tal vez, los dioses le inspiraran y acompañaran en semejante empresa. Estamos ante un caso único en la historia militar. ¿Cómo explicar que en ocho años conquistara el mayor imperio conocido, sin sufrir nunca ni una sola derrota, o que venciera de forma inapelable en todas sus confrontaciones con el ejército persa, la maquinaria bélica más poderosa de aquella época?
Las impresionantes huestes de Darío III sumaban 250.000 hombres e incluían elefantes. Alejandro las derrotó con una fuerza inferior a los 40.000 hombres. Estaba convencido de su victoria debido a un eclipse de luna, astro de la Astarté babilónica, que interpretó como un signo favorable de su padre Zeus-Amón. Y atacó de frente y al centro del ejército persa, buscando encararse con Darío, que huyó aterrorizado. La gran batalla de Gaugamela que decidió la suerte de la guerra no fue la victoria de un genio de la estrategia, sino de una voluntad de combate sostenida con una fe absoluta por un rey iniciado que luchaba a la cabeza de sus tropas.
Sus actos confirman que concebía la guerra como lance ritual. Después de vencer a Darío, que fue asesinado por sus hombres, no sólo le rindió honores, sino que se puso bajo la protección de Zoroastro, el gran profeta persa, y ordenó ejecutar como traidores a los asesinos de su desventurado enemigo. También mantuvo los privilegios y el tratamiento de personas reales para todos los miembros de la familia de Darío. Al tomar Bactras, la ciudad santa de Zoroastro, dedicó bastante tiempo a ser instruido por los magos y hombres sabios de la religión de Ahura Mazda. No actuó nunca como un invasor clásico, sino en calidad de emperador sagrado, profeta y filósofo. Su conquista de Oriente puede entenderse incluso como una búsqueda infatigable de las fuentes del Sol: la morada desde la cual salía cada día el astro de su padre Zeus-Amón.
Alejandro se veía a sí mismo como un reconciliador de Oriente y Occidente y actuó en consecuencia, desposando a la princesa afgana Roxana, con quien tendría un hijo póstumo. También, como había hecho con los griegos, integró a las elites de los pueblos conquistados en su corte y en su ejército.
Corría el año 326. India fue el último escenario de su conquista de Oriente. Pero no pudo entrar en las llanuras del Ganges. Sus tropas se negaron a seguirlo. Los griegos estaban descontentos con una política que les despojaba de sus prebendas como vencedores y que privilegiaba a los vencidos. Tampoco le perdonaban que desposara a una extranjera asiática y no a una princesa macedonia, ni que adoptara los usos de las cortes orientales. Además, después de ocho años de campañas militares, sus soldados querían regresar al hogar a disfrutar el botín y el prestigio social que correspondía a los guerreros victoriosos. Y con Alejandro no había botín, sino deber y una misión utópica: construir un mundo nuevo, unificado bajo un único poder.
En el año 324 a.C., un decreto suyo ordenó el retorno a Grecia de todos los exiliados. Las ciudades de la Hélade temieron por sus economías y empezaron a desacreditarlo, calificándolo de tirano. Las sublevaciones fueron sofocadas sin ahorrarse las ejecuciones. Esta conducta era la habitual en su época y no proyecta sombras sobre su generosidad y respeto por las naciones conquistadas, incluyendo sus cultos, creencias y costumbres.
En el año 323, a.C. Alejandro moría en Babilonia. Algunos autores atribuyen su fallecimiento a la malaria, otros a la leucemia y muchos piensan que fue envenenado. El enigma de su prematura muerte está en armonía con el que presidió su destino. Según Luciano, al acercarse el final pidió ser enterrado en Egipto para «entrar en el rango de los dioses». Era un deseo lógico en alguien que había vivido con ese objetivo.
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