Ocultura: Botellas con mensajes cósmicos
Frank Drake fue el último de los ideólogos vivos que convirtió esas sondas espaciales en una suerte de «mensajes en botella» cósmicos
Los lectores más veteranos lo recordarán. Hace 45 años, en el remoto agosto de 1977, el observatorio Big Ear («oreja grande») captó desde Ohio una señal a 2,5 grados de la estrella binaria Chi-1 Sagitario, que sacó de su modorra a los astrónomos de guardia. Aquella fue una emisión de origen desconocido, treinta veces más potente que el ruido de fondo del Universo, que duró 72 interminables segundos. Llegó a través de la frecuencia del hidrógeno y era tan «artificial» que Jerry Ehman, el voluntario del SETI que la encontró, rodeó su huella en la impresora con un círculo, anotando al lado un expresivo «Wow».
"Wow!": la misteriosa señal que nos hizo creer en extraterrestres
Solo cinco días más tarde, el 20 de agosto de 1977, se lanzó al espacio la sonda Voyager 2. Y poco después, siguiendo su estela, la Voyager 1. Atornillado a sus chasis, ambos ingenios portaban sendos discos de oro, con surcos, fonográficos, como los viejos vinilos, en los que se grabaron saludos en 56 idiomas y se habían incorporado 116 imágenes y sonidos característicos del planeta Tierra, entre ellos canciones de Chuck Berry, Louis Armastrong, Stravinski o Mozart. Los golden records, que es como los bautizaron, se instalaron sin instrucciones de uso, así que el eventual extraterrestre que tropiece con ellos tendrá que ingeniárselas para hacerse con una aguja y un amplificador si quiere decodificarlo. Su tarea será, sin duda, mucho más ímproba que la del vecino cósmico que encuentre la Pioneer 10, enviada hacia la estrella Aldebarán ahora hace 55 años, en 1967, con una placa de aluminio anodizado en oro, con un hombre y una mujer blancos grabados en su superficie, saludándolo con el brazo en alto, junto a un mapa que desvela nuestras coordenadas galácticas.
La Voyager 1 se encuentra a más de 23.000 millones de kilómetros, fuera del alcance de la influencia gravitatoria del Sol
Desde 2003 no sabemos nada de ella. Sencillamente, perdimos contacto con la Pioneer 10. Pero sus «primas» Voyager siguen enviándonos datos. Hace tiempo que la 1 adelantó a su hermana y hoy es el objeto manufacturado que hemos enviado más lejos. Se encuentra a más de 23.000 millones de kilómetros, fuera del alcance de la influencia gravitatoria del Sol (heliopausa). Su pila radiactiva alimenta unos tímidos bip-bips que se captan desde la red del espacio profundo que la NASA tiene repartida entre Estados Unidos, Australia y España, y aunque sufre «achaques» ocasionales, su viejo software resiste bien.
Frank Drake incitó a tres generaciones de astrónomos y astrofísicos a seguir manteniendo intacta la esperanza en un contacto abierto con otras inteligencias
Por supuesto, en estos nueve lustros, ninguna de las Voyager, como tampoco la Pioneer (que sepamos), ha sido interceptada por nadie. Era lo que Frank Drake se temía. Hasta el pasado 2 de septiembre él fue el último de los ideólogos vivos que convirtió esas sondas en una suerte de «mensajes en una botella» cósmicos. Pero también fue el impulsor, en los 60, del primer programa de escucha del Universo para dar con una eventual emisión radiofónica alienígena. Tras armar aquel «proyecto Ozma», planteó una fórmula para calcular el número de civilizaciones alienígenas que nos rodean, y obtuvo –siendo muy prudente– una cifra que rondaba ¡las 10.000! Pero, sobre todo, incitó a tres generaciones de astrónomos y astrofísicos a seguir manteniendo intacta la esperanza en un contacto abierto con otras inteligencias.
La desafortunada muerte de Drake, la pérdida de la Pioneer o el cierre del radiotelescopio de Arecibo en plena pandemia, en agosto de 2020, son las últimas cicatrices que nos han dejado nuestros intentos de contacto científico. Seguimos sin saber qué fue la «señal Wow» y las sucesivas reformulaciones de la ecuación de Drake ya no hablan de diez mil civilizaciones, sino de seis mil a lo largo de toda su Historia. Eso sí, solo contando la Vía Láctea y sin considerar que hay otros dos mil millones de galaxias como ella ahí fuera, que multiplicarían exponencialmente nuestro vecindario inteligente.
Solo espero –ahora que la NASA acaba de reactivar su programa de vuelos lunares– que este noble anhelo humano por aplacar su soledad cósmica, cuente de nuevo con el mismo consenso y emoción que vivimos en aquel verano cósmico del 77. Será difícil. Lo sé. Nos hemos vuelto más mundanos, más mezquinos, más materialistas que lo que éramos en el año que perdimos a Elvis. Pero por pedir que no quede.
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