El nuevo orden mundial inteligencia artificial
Vivimos sumidos en un universo de algoritmos, cookies, startups, sistemas online-to-offline… un control total del individuo a través de dispositivos de vanguardia, lo que muchos ya denominan «la dictadura de los datos».
La Inteligencia Artificial (IA) cada vez está más cerca, prácticamente a la vuelta de la esquina. Lo que en los años 80 era argumento reiterado de cintas de ciencia ficción herederas de la visión distópica sobre la amenaza tecnológica de maestros como Philip K. Dick o Isaac Asimov, se está configurando como nuestro presente más inmediato. Y si hace treinta o cuarenta años se temía su posible efecto adverso, incluso letal, a las puertas del controvertido 5G aún más; ahora que debido al confinamiento obligado gran parte de la población activa –al menos del mal llamado «primer mundo»– está teletrabajando, y a que la robótica permite realizar operaciones quirúrgicas hasta hace poco impensables, por no hablar de microchips e implantes cerebrales, el temor se hace mucho más palpable y cercano, casi tangible, y no sin razón. Mas si tenemos en cuenta cómo un virus respiratorio ¿diseñado? ha puesto en jaque a los gobiernos más avanzados de este siglo XXI, algo que parecía, también, imposible hasta que ha sucedido y aterrorizado nuestra «tranquila» existencia. Tampoco su impacto pudo ser predicho por los algoritmos de detección de la IA… ¿o sí? Enseguida lo veremos. Aunque no todo van a ser perspectivas oscuras, pues las numerosas posibilidades que sin duda ofrece la IA también han generado importantes movimientos que se centran en sus aspectos positivos, que, como la red de redes o el llamado Internet de las cosas, son muchos, aunque pueden volverse en nuestra contra. Son numerosos los expertos que piden un uso responsable, transparente, justo, inclusivo y seguro frente a los agoreros de la hecatombe tecnológica. ¿Quién tendrá razón? ¿Ambas corrientes? ¿Ninguna? De lo que no queda duda alguna es de que en los próximos años, al menos en los países que tengan acceso a ella, esta tecnología cambiará nuestra manera no solo de ver el mundo, sino de habitarlo.
EL «EFECTO SPUTNIK» Cuando la URSS puso en órbita el primer satélite en octubre de 1957, el Sputnik, aquello golpeó la psique de los estadounidenses en plena fiebre por lo que se dio a conocer como «la amenaza roja». El evento espacial provocó una enorme ansiedad entre el público al otro lado del Atlántico y también en el Gobierno norteamericano por la percepción de superioridad tecnológica soviética. Aquello tuvo importantes consecuencias: la creación nada menos que de la celebérrima NASA, e impulsó de manera efectiva la carrera espacial que acabaría ganando precisamente el país de las barras y estrellas doce años después con la llegada del Apolo 11 a la Luna un 16 de julio de 1969, probablemente el mayor hito tecnológico de la humanidad. Si extrapolamos aquella situación a la actualidad, con un avance imparable de la tecnología y la presencia cada vez más efectiva de la IA, está claro que vamos a asistir a períodos de grandes cambios a escala planetaria. De hecho, ya estamos inmersos en ellos aunque en parte lo desconozcamos. AlphaGo es un programa de inteligencia artificial desarrollada por DeepMind, un centro neurálgico de la inteligencia artificial respaldado por la compañía tecnológica más importante del planeta: Google, que en 2015 derrotó al adolescente Ke Jie en una partida de Go realizada en un tablero pautado de 19 x 19, con piedras blancas y negras. Jie era, hasta el momento, el mejor jugador de esta disciplina, de hecho, ningún otro ser humano había sido capaz de vencerle –hasta el momento, fue 18 veces campeón del mundo–. Aquella tarde de marzo de 2017, AlphaGo no solo derrotó al imberbe intelectual, sino que le fue desarmando de forma sistemática durante las tres maratonianas partidas de tres horas de duración cada una que se celebraron. AlphaGo no dio al joven opción alguna. Fue el primer gran triunfo de la máquina frente al hombre y un claro indicio de lo que está por llegar. Quizá, una advertencia.
Sin embargo, existía un importante precedente: AlphaGo ya había obtenido su primera victoria destacada un año antes, en marzo de 2016, durante una sesión de cinco juegos con el coreano Lee Sedol, de los que ganó cuatro, captando la atención de 280 millones de espectadores chinos –que experimentaron su propio «efecto Sputnik»– y, como señala el autor y exvicepresidente de Servicios Interactivos de Google en China, Kai-Fu Lee –que fue el primero en desarrollar un sistema de reconocimiento de voz continuo independiente del hablante– en el revelador libro Superpotencias de la Inteligencia Artificial (Deusto, Planeta, 2020): «De la noche a la mañana, China se sumió en la fiebre de la inteligencia artificial, y no han parado desde entonces: el gigante asiático está intensificando su inversión –enorme–, investigación y capacidad empresarial en IA a una escala nunca vista, aportando miles de millones en startups especializadas en esta tecnología a través de inversiones de capital de riesgo, gigantes tecnológicos y del propio Gobierno chino». Una Administración que está continuamente en el punto de mira de los medios por la lucha de espionaje y a su vez tecnológica que mantiene contra EE UU en una suerte de Guerra Fría de nuevo cuño. Hace apenas unas semanas, Washington acusaba a dos hackers chinos de haber robado datos de una vacuna del coronavirus a varios países –entre ellos, España–, siendo imputados por tales hechos. Los acusados, Li Xiaoyu, de 34 años, y Dong Jiazky, de 33, están acusados también de atacar a activistas de derechos humanos de EE UU y Hong Kong, según afirmó el asistente del fiscal general para la Seguridad Nacional, John Demers, durante una conferencia de prensa en la capital estadounidense. El fiscal general William Hyslop afirmó además que «hay una gran cantidad de secretos comerciales, tecnologías e información personal sensibles y valiosos que han sido robados».
ATAQUES CIBERNÉTICOS Y GUERRA COMERCIAL
Según Demers, los piratas informáticos, que supuestamente tenían su base en la propia China, actuaron en algunas ocasiones «para su propio beneficio personal » y en otras «para el Ministerio de Seguridad del Gobierno chino ». Por su parte, David Bowdich, subdirector del FBI, señaló que: «Los delitos cibernéticos dirigidos por los servicios de inteligencia del Gobierno chino no solo amenazan a EE UU, sino también al resto de países que apoyan el juego limpio, las normas internacionales y el Estado de Derecho». Lo del «juego limpio», no obstante, daría para un gran debate, pues no parecen practicarlo ninguna de las superpotencias… Por su parte, la reacción desde Zongnanhai, en Beijing, no se ha hecho esperar, y han respondido a Trump con el cierre del consulado chino en Chengdu, insistiendo en que la medida de la detención de los hackers «viola seriamente el derecho internacional». Una lucha que no tiene sino visos de avivarse con la carrera por la implementación del 5G, estrechamente ligada al desarrollo de datos de IA. Precisamente, mientras escribía estas líneas, saltaba la noticia de que hackers chinos también se habían infiltrado en las redes del Vaticano, según informaba The New York Times. Los ataques informáticos fueron interceptados por expertos en seguridad cibernética de la empresa Recorded Future, con sede en Somerville, Massachusetts, EE UU. Según el rotativo estadounidense, los «ciberdelincuentes » podrían estar financiados por el Gobierno de Pekín, en un momento en que las autoridades vaticanas y chinas están en plenas negociaciones para una ampliación de su acuerdo de colaboración, que se firmó en 2018.
Volviendo a la IA, menos de dos meses después de la derrota de Ke Jie ante AlphaGo, el Gobierno central chino, según un artículo publicado también en el diario The New York Times, «elaboró un ambicioso plan para desarrollar las posibilidades de la inteligencia artificial». Desde Beijing se instó a una fuerte financiación, apoyo político y coordinación nacional para su avance y establecer claros parámetros de evolución para medir el progreso entre este 2020 en el que parte de los planes se han visto paralizados –aunque solo momentáneamente– por el Covid-19, y 2025, previendo que para 2030, según sus expertos, el país se convertirá en el centro de la innovación global en IA, «liderando en tiempo, en tecnología y en sus aplicaciones». No cuesta imaginarse que tendrán razón. En 2017, numerosos inversores de capital de riesgo chinos respondieron a aquella llamada patriótica –y prometedoramente beneficiosa– e invirtieron sumas récords en varias empresas de esta tecnología de vanguardia que responde a una cifra astronómica y alarmante: nada menos que el 48% de toda la financiación de riesgo en IA en todo el planeta, según el periodista James Vincent, «superando por primera vez a EE UU».
En palabras del empresario Kai-Fu Lee: «Creo que la hábil aplicación de la IA será la mayor oportunidad que China tendrá para alcanzar –y posiblemente superar– a EE UU. Pero, lo que es más importante, este cambio proporcionará una oportunidad de que todas las personas redescubran qué es lo que nos hace humanos». Y retomar así una cuestión que el hombre lleva haciéndose desde mediados del siglo XVIII, cuando surgen los primeros textos sobre la amenaza de la revolución tecnológica –entonces industrial– y que en cierta manera también podemos encontrar en libros pioneros de lo que más tarde sería la ciencia ficción, como el embrionario texto gótico Frankenstein o el moderno Prometeo de Mary W. Shelley, donde es el hombre el que replica al hombre –con todo lo que ello conlleva–, cual demiurgo, pero basándose en lo último entonces en hallazgos científicos, el galvanismo, con efectos que bien podrían hoy aplicarse a la nueva «criatura», esta vez construida a base de algoritmos y macrodatos y que también está cerca de pensar por sí misma…
ORÍGENES ACCIDENTADOS
Desde sus inicios, la inteligencia artificial –llamada por los expertos «aprendizaje automático o profundo »– ha pasado por periodos de auge y olvido. A mediados de los años 50 del siglo pasado, los pioneros en este campo se fijaron una misión sumamente ambiciosa y entonces esquiva, casi quimérica: recrear la inteligencia humana mediante una máquina, tarea que atrajo a brillantes mentes del campo de la embrionaria ingeniería informática como Marvin Minsky, John McCarthy o Herbert Simon. En la Segunda Guerra Mundial ya se habían dado importantes y vertiginosos avances en el campo de la computación, con los descodificadores o rompedores de códigos –codebreakers– de la máquina Enigma nazi que trabajaban en el complejo militar secreto de Bletchley Park, a apenas 80 kilómetros de Londres, entre ellos el visionario y malogrado Alan Turing, considerado el padre de la moderna informática. Durante los años 50 y 60, las primeras versiones de redes neuronales dieron resultados prometedores y alcanzaron gran notoriedad, hasta que en 1969 los inventores del campo retrocedieron y aquella tecnología generó un gran desinterés y como consecuencia de ello, falta de financiación. Al pasar de moda este enfoque, la IA entró en uno de sus llamados «inviernos», un letargo fatal para su avance. La razón fue que las redes neuronales requieren gran cantidad de cálculo y datos: los datos «entrenan » al programa para reconocer patrones dándole numerosos ejemplos, y la potencia de cálculo permite que el programa analice esos ejemplos a gran velocidad. Tanto los datos como la potencia de cálculo eran escasos en los albores de la IA en la década de los 50, algo que ha cambiado de forma sorprendente: hoy, cualquiera de nuestros smartphones, por muy de baja gama que sean, tiene millones de veces más capacidad de procesamiento que los ordenadores de vanguardia que la NASA usó para enviar a Armstrong, Collins y Aldrin a nuestro satélite. Hubo que esperar unas cuantas décadas para que todo cambiara de forma radical y vertiginosa. El gran salto técnico del aprendizaje profundo llegó a mediados de la década del 2000, prácticamente ayer, cuando el investigador e informático británico Geoffrey Hinton halló el modo de entrenar de forma eficaz a las nuevas capas neuronales, multiplicando su potencia para realizar tareas como reconocimiento de voz o de objetos. El punto de inflexión fue en el año 2012, cuando una red neuronal desarrollada por el equipo de Hinton arrolló a sus competidores en un concurso internacional de visión por ordenador. Este avance permitía, por primera vez, llevar de verdad el poder de la IA a los llamados algoritmos del Aprendizaje Profundo –Deep Learning–, al mundo que nos rodea, al mundo real.
LA ERA DE LOS DATOS
El nacimiento del aprendizaje profundo tuvo lugar casi por completo en EE UU, Canadá y Reino Unido, y China no se sumó hasta ese «momento Sputnik» de 2016, con el que abrimos este reportaje y que dejó anonadados a millones de espectadores chinos que pronto cambiarían su mentalidad para adaptarse a los nuevos tiempos y convertirse en pioneros a la vanguardia de la IA. Así, estamos pasando de la era de los conocimientos especializados a la era de los datos. En esa sobreabundancia de datos, según los expertos, que facilitará la implementación de la IA, China lleva ventaja. Ya ha superado a EE UU en términos de volumen como principal productor. Hacia 2013, el internet chino dio un brusco giro y en lugar de llevar una trayectoria paralela o copiar a las industrias estadounidenses, los empresarios chinos comenzaron a desarrollar procedimientos y servicios sin análogos en Silicon Valley, transformando su red de redes en un universo alternativo. Una gigantesca ola de startups online-to-offline (O2O) comenzó a ser utilizada en todos los ámbitos mucho antes que en Occidente, llevando las ventajas del comercio electrónico a los servicios del mundo real: restaurantes, masajistas a la carta que se desplazaban en motos eléctricas… La unión de todos aquellos servicios dio origen a la súper App china WeChat, con un poder imparable: se convirtió en la aplicación social universal que se utiliza para pagar impuestos, pedir citas médicas, comprar un billete de avión o quedar con amigos para cualquier cosa; incluso negociar acuerdos comerciales, reuniendo en una sola aplicación una serie de funciones que en EE UU y otros países occidentales se encuentras dispersas en al menos una docena de aplicaciones. Así, ahora mismo el universo digital alternativo de China crea y captura un montón de nuevos datos sobre el mundo real – ubicaciones de cada persona en todo momento, cuáles son sus gustos y preferencias, cuándo y dónde compran la comida…–, una información a lo «Gran Hermano » de valor incalculable en la era de la implementación de la inteligencia artificial. Estos hábitos de consumo y actuaciones en un país que no tiene muchos problemas en vulnerar el derecho a la intimidad proporcionan a las empresas tecnológicas un pormenorizado tesoro de nuestros hábitos que puede combinarse con algoritmos de aprendizaje profundo para ofrecer servicios a medida en muy diversos campos. Todos somos conscientes de que nos bombardean a diario con este tipo de informaciones basadas en nuestras búsquedas –odiosas cookies–: bien, en el universo cibernético chino esto se multiplica por 100. A su vez, WeChat supera ampliamente lo que las compañías líderes de Silicon Valley pueden descifrar gracias a nuestras búsquedas, likes o compras online, dando a China una gran ventaja en el desarrollo de servicios basados en la IA. Pero lo más estremecedor del nuevo panorama que se abre ante nosotros es que la IA, en opinión de la mayoría de analistas, provocará un escenario de fuerte pérdida de empleo y creciente desigualdad en un mundo que no destaca precisamente por la justicia social.
UN ESCENARIO DESOLADOR
A medida que inunde la economía mundial, el llamado aprendizaje profundo acabará con miles de millones de puestos de trabajo a todos los niveles, cambios tecnológicos que ya sufrió la civilización en periodos anteriores, como las revoluciones industriales y la mecanización, que obligaron a una reconversión forzosa de miles de hombres del campo en obreros o a la desaparición de trabajos considerados hasta entonces esenciales. Sin embargo, ninguno de aquellos cambios sucedió a la vertiginosa velocidad de la IA, y la destrucción de empleo no avanzó tampoco al mismo ritmo, permitiendo la reconversión. Fu-Lee, basándose en las tendencias actuales en el avance y la adopción de la tecnología, predice que «dentro de quince años, la inteligencia artificial será técnicamente capaz de reemplazar entre el 40 y el 50% de los puestos de trabajo de EE UU». Ahí es nada. En paralelo, pronostica que aumentará la riqueza a cifras astronómicas de los nuevos agentes de la IA, en una mayor concentración de bienes, puro monopolio. La brecha entre los que tienen y los que no tienen, que ya es aberrante, se ensanchará, y lo que es peor, «sin que se conozca el modo de estrecharla o cerrarla». Inquietante, sin duda. Solo queda que los poderosos adquieran conciencia de ello y quieran cambiar las cosas, aún a costa de reducir drásticamente sus ingresos… suena quimérico, sí, pero nunca se sabe. «EL CLONADOR»: VISIONARIO DE LA IA Durante varios años, Wang Xing, un imitador en serie chino al que la revista Forbes bautizó como «El Clonador», amplió las expectativas del llamado «internet chino» al tomar y copiar para los usuarios de su país la mejor startup –durante varios años– salida de las brillantes mentes de Silicon Valley. Su andadura comenzó en 2003, con la pionera red social Friendster, mientras estudiaba un doctorado de ingeniería en la Universidad de Delaware. Con un pasado virtuoso en el conocimiento de redes informáticas, Wang Xing decidió regresar al gigante asiático y recrear junto a un par de colegas el concepto central de la red social Yankee, y construyeron en torno a ella su propia interfaz de usuario. Aunque el resultado no fue el esperado, supuso un primer y decisivo paso y un par de años después el Facebook de Mark Zuckeberg arrasaba entre los universitarios, y Wang adoptó su diseño limpio y su nicho de mercado centrado en los estudiantes para crear la red social Xiaonei –cuyo significado es «En el campus»–. Aquel clon de la interfaz de la red estadounidense, incluido el diseño de la página de inicio, el perfil, la barra de herramientas y la combinación de colores, fue un éxito, aunque su creador se vio demasiado rápido obligado a venderla para cubrir deudas, y acabó convirtiéndose en RENREN –«Todo el mundo»–. En 2007, el visionario chino sin escrúpulos volvió a la carga y realizó una copia descarada de la recién fundada red social del pajarito, Twitter, vocero oficial hoy, incluso, de los más importantes mandatarios, gobiernos y corporaciones mundiales. Su nombre era Fanfou. Funcionaba bien, pero pronto fue objeto del control gubernamental chino por publicar contenido delicado, por lo que Wang se vio obligada a cerrarla. Pero éste, una vez más, no se quedó quieto, y en 2011 tomó el modelo de negocio del influyente sitio web de ofertas Groupon y lo reconvirtió en la página de comprar china Meituan. Para los tótems de Silicon Valley, Wang era un desvergonzado, y afirmaban –se equivocaron de plano– que sería precisamente ese tipo de emprendimiento «clonador» y despiadado el que impediría que el gigante asiático construyera espacios de tecnología realmente innovadores y capaces de cambiar el mundo. Tampoco muchos de sus colegas chinos lo apoyaban, no considerando lícito su comportamiento, a pesar de que todos ellos a menudo imitaban a sus homólogos estadounidenses.
Wang nunca se disculpó, pero acabaría, contra todo pronóstico, ganando la partida a finales de 2017: la capitalización bursátil de Groupon se había reducido drásticamente, mientras que Meituan triunfó en un entorno brutalmente competitivo y con marcadas diferencias con el mercado occidental, y después se ramificó en docenas de nuevas líneas de negocio. Hoy, es la cuarta startup más valiosa del planeta y está valorada en más de 30 mil millones de dólares.
USO RESPONSABLE… Y OPTIMISMO
Hace un par de meses, el investigador Max Tegmark, cosmólogo sueco-estadounidense y profesor de Física e Investigación en el MIT, señalaba los peligros que suponía el avance de esta tecnología y hacía un llamamiento a un uso positivo de la misma, una corriente con cada vez más defensores en una forma de blindarse frente a un mal uso de la IA en un futuro inminente. Esta postura apuesta por aplicarla en un plano tan ambicioso como erradicar la pobreza, las guerras o las enfermedades, algo a lo que se mira ahora con más curiosidad que nunca. Personaje multifacético y controvertido, es uno de los más importantes defensores y promotores del uso positivo de la tecnología como presidente del instituto Future of Life y uno de los pocos investigadores sobre el buen uso de la IA, que como vemos tiene una larga lista de detractores. Autor de más de 250 publicaciones y de varios bestsellers, en la carta que firmó con otros colegas afirmaba: «Todos nosotros, no solo los científicos, industriales y generales, debemos preguntarnos qué podemos hacer ahora para mejorar las posibilidades de obtener los beneficios y evitar los riesgos». Existen multitud de esperanzadoras opciones sobre el buen uso de la IA que hagan avanzar a la sociedad de una forma nunca vista antes. Pero los expertos alertan también del peligro del efecto contrario: crear máquinas asesinas más punteras y precisas, sumirnos en una crisis social y laboral sin precedentes y la irrupción absoluta en la vida privada de los individuos.
Es difícil prever cuál de estos dos futuros posibles tendrá lugar, o si convivirán ambos. De lo que se deduce por el aprendizaje de la historia, condenada normalmente a repetirse, según palabras de Stephen Hawkings poco antes de su fallecimiento, «lo más probable es que el escenario sea este último (la desigualdad, las guerras…), a menos que se logre aprender a evitar los riesgos. Lo más importante es que estamos a tiempo». Pero el tiempo es cada vez más ajustado y corre en nuestra contra frente al vertiginoso avance de la tecnología. La Inteligencia Artificial que está ahora mismo en uso se conoce como IA «estrecha» o «débil», pues está diseñada para realizar una tarea específica – reconocimiento facial, búsqueda en la Red o conducción autónoma de vehículos, por poner varios ejemplos–. Sin embargo, el objetivo es alcanzar en pocos años una IA «fuerte» o general que superaría a los humanos en casi todas las tareas cognitivas, no solo en ganar una partida de ajedrez o de Go, o en resolver ecuaciones. La mayoría de investigadores coinciden en afirmar que es poco probable que una IA superinteligente muestre emociones humanas –amor, odio, envidia…– y que no existe razón para esperar que esta tecnología avanzada se vuelva intencionadamente benévola o malévola, como advertían multitud de historias distópicas durante todo el siglo XX y lo que llevamos del XXI. Sin embargo, a la hora de examinar posibles riesgos, los escenarios más probables y amenazadores serían los dos siguientes: que la IA fuese programada para hacer algo devastador o que fuese programada para algo beneficioso pero que desarrollase de forma autónoma un método destructivo para alcanzar algún tipo de oscuro objetivo. En ambos casos, no obstante, el hombre, su «Creador», será el encargado de programarla, así que sobre nosotros recae la mayor responsabilidad así como la asunción de comportamientos éticos ante un horizonte completamente desconocido, por tanto desconcertante y lleno de cuestiones difíciles de responder.
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