¿Cuánto pesa el alma?
¿Qué se sabe realmente acerca de la existencia del alma? ¿Posee atributos materiales o es una entidad espiritual y, por ende, no mesurable? Investigadores de todos los tiempos han intentado localizar e incluso medir esta sustancia supuestamente intangible. Isabela Herranz
Aunque el mero hecho de cuestionarse cuánto pesa el alma esté implicando la existencia de la misma, lo cierto es que algunos científicos contemporáneos se plantearon tal reto, diseñando curiosos experimentos a tal efecto. Aparentemente, el interés hacia los mismos se disparó a raíz de que unos neurofisiólogos británicos redescubrieran en 2013 la obra del fisiólogo decimonónico Angelo Mosso, creador de la primera técnica de «neuroimágenes » y, por ello, considerado inventor de una «máquina para pesar el alma». En realidad, Mosso sólo pretendía pesar la «mente», de modo que son los experimentos del doctor Duncan MacDougall –a principios del siglo XX– los que mencionaremos en primer lugar. De hecho, MacDougall fue el primero que intentó pesar el alma con la única maquinaria disponible en su época: una báscula de la marca Fairbanks, capaz de registrar diferencias de una décima de onza.
El hecho de que tan excéntricos experimentos encontraran un eco decisivo en la novela El símbolo perdido, de Dan Brown, ha conllevado un renovado interés hacia este tema en los últimos años.
No hay más que asomarse a Internet para comprobar que, tras la publicación de la exitosa obra, empezaron a aparecer numerosas páginas sobre otros científicos que quisieron emular los experimentos pioneros de MacDougall. Sin embargo, debemos alertar al lector respecto a los que supuestamente se efectuaron en 1988 por Noetic Science y que concluían que el alma pesa 1/3.000 de una onza.
FÍSICOS IMAGINARIOS
Sabemos que aquellos experimentos fueron llevados a cabo por investigadores de la Alemania Oriental, que pesaron a más de 200 pacientes desahuciados justo antes de morir. En cada caso, la pérdida de peso era siempre la misma: 1/3.000 de una onza, lo que supone aproximadamente 0,01 gramos. Tales experimentos se atribuyeron a dos supuestos físicos llamados Elke Fisher y Becker Mertens. «El desafío que tenemos ahora ante nosotros es determinar de qué está compuesta el alma. Creemos que es una forma de energía, pero nuestros intentos para identificarla hasta la fecha no han sido fructíferos», habría argumentado Mertens en la revista científica Horizon, según recoge Jay Alfred en un ensayo propio acerca de una extraña teoría sobre el plasma oscuro, hipótesis que sustentaba en base a los experimentos de Fisher y Mertens.
Sin embargo, en su búsqueda de investigadores del siglo XX que intentaron medir las propiedades materiales de los pensamientos, la mente o el alma, el divulgador científico Mike McRae, autor de Tribal Science: Brains, beliefs and bad ideas (2011), encontró numerosas menciones a estos dos mismos científicos, pero ninguna otra fuente sobre la publicación de aquella investigación: «Dado que no hay prueba alguna de que haya existido una revista de ciencia de nombre Horizon… y ninguna de la existencia de unos científicos con esos nombres [Fisher y Mertens], podemos estar seguros de que se trata de una ficción», asegura McRae, que además cita a Weekly World News como posible fuente original de dicha invención.
CONTRA LA LÓGICA
Al contrario, los experimentos de Duncan MacDougall sí fueron fidedignos y, además de inspirar a Dan Brown, resultaron clave para que el químico y matemático británico Len Fisher se planteara el argumento de su libro ¿Cuánto pesa el alma?, obra en la que también recogía otras investigaciones, éstas mucho más controvertidas, de científicos que vieron cómo sus intentos por pesar el alma eran ridiculizados y ellos mismos perseguidos.
El denominador común de todos estos pioneros fue alzarse contra la lógica establecida. Precisamente por temor al ridículo y a las reacciones negativas, el propio MacDougall se guardó los resultados de sus experimentos durante cinco años, ya que estos habían suscitado mucha hostilidad entre el personal del Hospital de Haverhill, Massachusetts, donde los llevó a cabo. De hecho, hubo objetores con prejuicios religiosos que intentaron interrumpirlos. ¿En qué consistieron? El propio MacDougall relata lo siguiente a propósito del primero de los que efectuó: «El 10 de abril de 1901 llegó mi oportunidad. En una báscula Fairbanks Standard había instalado previamente una estructura de madera muy ligera; encima había colocado un catre con sábanas de modo que no interfiriera en modo alguno con el brazo. A las 17:30 horas de la tarde se colocó en la cama al paciente [un tuberculoso moribundo]. Vivió hasta las 21:10». Durante las tres horas y cuarenta minutos que aquel infeliz tardó en morir, desde el inicio del experimento, perdió peso a razón de una onza por hora, la dieciseisava parte de una onza por minuto, de modo que cada diez o quince minutos MacDougall se veía obligado a mover la pesa deslizante por el brazo de la balanza para que el extremo de éste coincidiera con la barra limitante superior, con la intención de que una pérdida repentina se apreciara más claramente en caso de producirse… Y ésta se produjo cuando el paciente expiró: «De golpe, coincidiendo con la muerte… la pérdida de peso se estableció en 21,26 gramos», explicaría luego MacDougall, quien, para asegurarse de que había descubierto la sustancia del alma, repitió el experimento con cinco moribundos más.
Por diversos motivos técnicos y ambientales, no obtuvo los mismos resultados y optó por quedarse con la primera cifra obtenida que, como apunta Fisher en su libro, correspondía al peso aproximado de una rebanada de pan. Finalmente, la cifra de 21 gramos es la que se ha filtrado en la cultura popular como el peso del alma humana. Posteriormente, MacDougall realizó nuevos experimentos con 15 perros, pero los resultados que obtuvo con ellos fueron negativos, de modo que concluyó que estos animales carecían de alma. También planificó fotografiar el alma a punto del viaje póstumo utilizando una cámara de rayos X, porque pensaba que podría obtener una «sombra» o imagen del alma; pero murió antes de llevar a cabo su propósito. En 1907 se decidió por fin a publicar los resultados de sus experimentos en el Journal of the American Society for Psychical Research y también en American Medicine, pero, en general, los mismos acabaron desestimándose, a pesar del rigor científico con que MacDougall los llevó a cabo.
AUGE DEL ESPIRITISMO
Experimentos tan raros no se han vuelto a repetir con personas –insistimos en que los de Elke Fisher y Becker Mertens son indemostrables–, pero sí con ratones envenenados con cianuro. Su autor, el pionero de la aviación y la radio Harry LaVerne Twining, los describió en 1915 en The Physical Theory of the Soul (Teoría física del alma), aunque no se publicaron hasta finales de los años treinta. Twining también recurrió a una balanza, pero esta vez con un recipiente de cristal a cada lado. Los detalles son demasiado exhaustivos para describirlos aquí (para ello remitimos al lector al fascinante libro de Len Fisher), pero los experimentos de Twining confirmaron que los ratones –a diferencia de los perros de MacDougall– sí tenían alma y ésta podía pesarse.
Aunque ninguno de los investigadores mencionados lograra convencer a nadie de que el alma tenía sustancia material, esto no invalida los procesos asociados con las experimentaciones mismas. «Sus ideas nos han dado acceso a todo un mundo que está fuera de nuestra experiencia, poblado por entidades que nunca podremos tocar, ver o sentir, pero cuya existencia debemos aceptar si queremos encontrar sentido a las cosas que podemos tocar, ver y sentir», apunta Len Fisher, quien aclara que, precisamente porque la ciencia aporta la prueba más sólida que tenemos de que existe un mundo fuera de la experiencia de nuestros sentidos, nunca podrá confirmar si el alma es una parte de ese mundo. Claro que, a fin de cuentas, la opinión de Fisher no debería influir en quienes creen que el alma es una entidad insubstancial y no algo material y mesurable. En tiempos de MacDougall, tal idea ni se cuestionaba –recordemos el gran auge del espiritismo durante la época victoriana– y, de hecho, todavía en los años sesenta del siglo pasado, en los hospitales británicos se acostumbraba a dejar a los cadáveres a solas durante una hora después del fallecimiento, al objeto de que el alma partiera antes de amortajarlos. Y es que la idea decimonónica de demostrar la existencia del alma mediante diferentes vías se mantuvo viva durante muchas décadas. En su ensayo Quand la science mesurait les esprits, Sébastian Soubiran y Marie-Dominique Wandhammer ponen de relieve cómo los más eminentes científicos europeos de finales del siglo XIX y principios del XX, como William Crookes y Camille Flammarion, recurrieron a la tecnología a su alcance para investigar a los fantasmas.
En 1910, por ejemplo, encontramos al médico inglés Walter J. Kilner realizando muchos experimentos para «fotografiar» el alma o «doble etérico». Veinte años después, el físico R. A. Watters, director de la William Bernard Johnston Foundation for Biophysical Research, en Nevada (EE UU), también se animó a probar la existencia del alma, haciendo fotografías con una «cámara de niebla» a cinco saltamontes, tres ranas y dos ratones moribundos. Aunque las imágenes que obtuvo muestran grandes manchas de neblina blanca, científicos actuales como Richard Wiseman las han atribuido a una combinación de polvo y meras ilusiones ópticas.
Dado que el tema del cuerpo astral se ha tratado en diversas ocasiones en esta revista, no ahondaremos ahora en ese argumento, pero es evidente que hemos pasado de un siglo en que la ciencia se interesaba por pesar y fotografiar algo tan intangible como el alma, a otro en que todo ello se cuestiona cuando no se niega abiertamente.
CONSCIENCIA CUÁNTICA
Así y todo, determinadas investigaciones científicas parecen estar arrojando luz sobre la posible «localización» del alma, como las recientes de los neurólogos Fabienne Picard, del Hospital Universitario de Ginebra (Suiza), y Fabrice Bartolomei, del Hospital Timone de Marsella (Francia), las cuales apuntan a la corteza insular o ínsula –una estructura cerebral profunda dentro de la cisura de Silvio, que separa las cortezas temporal y parietal inferior– como zona donde se producen las experiencias de éxtasis religioso, según los experimentos que han realizado con pacientes epilépticos, detonantes de este tipo de experiencias.
Las investigaciones en 2007 del psiquiatra norteamericano Richard Davidson y su equipo de la Universidad de Wisconsin, en Madison, con 15 meditadores expertos, también confirmaron que, durante el estado de meditación profundo, la actividad es mayor en la corteza insular. ¿Se encuentra ahí la sede del alma?
TEJIDO DEL UNIVERSO
Para responder a esta pregunta, algunos científicos han ido más allá: al describir la consciencia como un programa para un ordenador cuántico en el cerebro, han creído poder explicar las experiencias extracorpóreas y las cercanas a la muerte. Una de las teorías más controvertidas al respecto ha sido la denominada Reducción del Objetivo Orquestado (Orch-Or, por sus siglas en inglés), que fue formulada en los años noventa por el físico británico Sir Roger Penrose y el norteamericano Stuart Hameroff, profesor emérito en los departamentos de anestesiología y psicología del Centro de Estudios para la Consciencia en la universidad de Arizona. Según dicha teoría, la esencia de nuestra alma está contenida en unas estructuras denominadas microtúbulos, en el interior de las células cerebrales. Eso supone que nuestras almas no son más que la interacción de neurona en el cerebro: están construidas a partir del mismo tejido del universo y han existido desde el principio de los tiempos. Lo entenderemos mejor si explicamos que, en una experiencia cercana a la muerte, los microtúbulos pierden su estado cuántico, pero la información en su interior no se destruye, sino que simplemente abandona el cuerpo y regresa al cosmos. Sin embargo, aunque otros físicos como Max Tegmark del MIT han desafiado la teoría Orch-Or, Hameroff y Penrose han insistido en los últimos años en que la investigación en física cuántica permite validarla, ya que se han comprobado efectos cuánticos que apoyan muchos procesos biológicos, como la navegación de las aves y la fotosíntesis. Aunque no puede afirmarse que estos científicos dispongan de pruebas concluyentes de la consciencia tras la muerte, el puente que han construido entre ciencia y espiritualidad no puede pasarse por alto: «Un más allá, una información del alma como un quantum que abandona el cuerpo y persiste como una serie de fluctuaciones interconectadas en escalas múltiples o planos de la geometría cuántica del espacio-tiempo, es científicamente posible», han señalado. Sobre la base de esta teoría, el científico Robert Lanza se ha reafirmado en la idea de que la vida no termina cuando el cuerpo muere, sino que vive eternamente; asunto que desarrolla ampliamente en su libro Biocentrismo (Sirio, 2009).
SUSTITUTOS POBRES
La bióloga y neuróloga milanesa Laura Bossi, que ha dirigido estudios fundamentales sobre la epilepsia y las enfermedades neurodegenerativas, aborda en su monumental obra Historia natural del alma el tema actual del abandono del concepto de alma y su sustitución por el de «aparato psíquico», «mente», «conciencia» «centro de identidad», etcétera, «recambios» que considera «pobres » en comparación con las formulaciones tradicionales.
No en vano, modernamente, la mente humana ha desembocado en su propia mecanización. ¿Acaso no hemos derivado hacia la «vida artificial» y la «inteligencia artificial»? Bossi opina que, desde la actual perspectiva mecanicista, el ser humano se convierte en una especie de robot y la conciencia en un reflejo mecánico: «El concepto tradicional de alma era, ciertamente, complejo, pues reunía la vida y el pensamiento, la muerte y la inmortalidad, el amor y la razón. Su abandono nos ha dejado en un mundo 'inanimado', donde el cadáver es una cosa que ya no es sagrada. Hemos ganado unos años de vida, pero hemos perdido la inmortalidad », concluye Bossi, convencida de que nuestros actuales cibersueños tal vez delaten una enfermedad mortal del alma.
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