Templos estelares en Ceylan y la correlación de Orión
Fue descubierta en el corazón de Sri Lanka, devorada por la selva. Desde entonces, han salido a la luz construcciones comparables a las pirámides de Egipto, ocultan numerosos secretos, como su conexión con las estrellas.
Fue el rey Pandukabahaya quien, cuatrocientos años antes de nuestra era, creó una de las ciudades más espectaculares y duraderas de la historia de la Humanidad: Anuradhapura. Dicha capital fue el gran eje religioso de Ceilán durante mil cuatrocientos años, hasta el siglo X de nuestra era.
Pero su fama trascendió fronteras y se convirtió en el centro más importante de enseñanza del budismo con sus numerosos monasterios, estatuas de buda y sus fantásticas dagobas, como veremos más adelante. Su arquitectura monumental, comparativamente, sólo está a la zaga de las pirámides del Egipto. Hoy, pese haber sido parcialmente reconstruida, es una de las zonas más extensas del mundo de ruinas arqueológicas aún por excavar.
Durante muchos siglos –hasta 1871–, las ruinas de la ciudad permanecieron ocultas bajo la selva, hasta que un joven súbdito inglés llamado Ralph Backhaus organizó una expedición y redescubrió la desaparecida y legendaria Anuradhapura. Pero el auténtico renacimiento de la urbe sagrada sólo empezó en 1890, con las excavaciones arqueológicas bajo la vigilancia de H. C. P. Bell, enviado por el gobierno británico a la isla.
Pronto los colonizadores se dieron cuenta de la importancia de recuperar la ciudad sagrada y granjearse prestigio político entre los habitantes de su exótica colonia. Así empezó a nacer una nueva ciudad alrededor de los templos, palacios y dagobas que iban surgiendo y siendo restaurados lenta y cuidadosamente…
Cuando llegué a Anuradhapura, a bordo de un destartalado tuk-tuk, no hallé la selva de otrora, pero sí algunas manchas verdes y grandes embalses. Desembarqué y conseguí un guía para que me mostrara algunas de las maravillas que volvieron a tener importancia religiosa para los budistas de todo el mundo.
Un anciano que había trabajado hasta hace poco tiempo en los campos de arroz de la región, me dijo lo siguiente: «La ciudad original abarcaba cincuenta y dos kilómetros cuadrados y aquí vivían varias decenas de miles de habitantes. Sus casas tenían dos o tres plantas y, a veces, plantas subterráneas. El rey vivía en un palacio suntuoso con mil habitaciones. Estaba rodeado de dagobas, que usted ve allí a lo lejos. Son edificaciones en forma de cúpula o de campana cuya grandiosidad muchos comparan con las pirámides de Egipto».
Anuradhapura está situada a tan sólo trece kilómetros de Mihin-tale, el monte en el que surgió el budismo en Ceilán. Aquella ciudad se convirtió en capital de la isla a partir del año 400 a. C. En el antiguo mapa de Ptolomeo aparece señalada como Anurogrammon, y el marino griego Cosmas Indicopleustes, que visitó Ceilán en el siglo VI, contactó con una comunidad de cristianos persas quienes, además de dedicarse al comercio, practicaban sus ancestrales ritos en un entorno apacible y caracterizado por la tolerancia religiosa.
Los grandes estanques o embalses que había visto antes de llegar a la ciudad sagrada, forman parte de un complejo para abastecer canales de regadío. Según el anciano, esto permitió que muchos campesinos se instalaran a su alrededor para cultivar el arroz, su gran riqueza incluso en la actualidad. Quizá los primeros campesinos fueran los indígenas que allí habitaron desde tiempos inmemoriales, hasta la llegada de los pobladores que arrivaron a la isla desde el norte de la India para fundar el pueblo ceilanés.
LA CONEXIÓN EGIPCIA
Los antiguos sistemas de riegos, con sus canales y embalses, asombran hoy a los arqueólogos por su complejidad y técnica muy avanzadas para aquella época. Algunos estudiosos han atribuido a estos estanques funciones científicas: los monjes astrónomos-astrólogos se sentaban en los escalones para observar por las noches, reflejadas en las aguas, las estrellas, planetas y la Luna, al objeto de llevar a cabo detallados estudios sobre los cuerpos celestes.
Toda gran ciudad que se precie tiene un gran fundador y, en este caso, fue el rey Devanam-piya Tissa, el hombre que en el siglo III a. C. adoptó como religión el budismo. Las tres grandes estupas o dagobas, los monumentos que más se destacan en el skyline de Anuradhapura, son de su época. La más alta se elevaba a ¡120 metros del suelo!
Pero, ¿qué son, exactamente, las estupas o dagobas? Grosso modo, se trata de grandes construcciones –realizadas con ladrillos, piedras y guijarros– con forma semiesférica y, a veces, casi cónica o de bulbo, que contienen una o más cámaras para albergar reliquias. El exterior está hecho de ladrillos revocados y pintados de blanco, y su cima, un tanto achatada, se completa con una especie de cubo decorado con las figuras del Sol y de la Luna. Encima hay una aguja o pináculo que, en las construcciones más antiguas, tenía una serie de parasoles de piedra y madera superpuestos, símbolos de los poderes civil y religioso.
Estos dos estamentos eran lo que realmente representaban las dagobas: por un lado, para guardar las reliquias de Buda y servir de «conector» espiritual entre el Cielo y la Tierra; por otro, como obra civil destinada a celebrar las victorias de los reyes de Anudhapura sobre los fieros invasores tamiles, que eran hinduistas.
En 1996, un periodista e investigador ceilanés llamado Mihindukulasuriya Susantha Fernando descubrió que las tres grandes dagobas de Anuradhapura –Mirisavati, Ruvanweli y Jetavana– estaban perfectamente alineadas con las tres principales estrellas de la constelación de Orión: Alnitak, Alnilam y Mintaka. Es como si el cielo se reflejara en la tierra como un espejo.
Su descubrimiento devino en el libro Alien Mysteries in Sri Lanka and Egypt, publicado en 1997. Según el autor, «las tres Marías» o el Cintu- rón de Orión tienen su equivalente en el budismo en la «Triple Joya»: el Buda, el Darma (que es la enseñanza) y el Sanga (la comunidad monástica), que juntos son el punto de partida para alcanzar el Nirvana, algo así como el estado de felicidad suprema del ser humano.
Además, Fernando encontró varios paralelismos históricos entre el antiguo Ceilán y el Egipto de los faraones, a ejemplo de las tres grandes pirámides. Mediante cálculos astronómicos y matemáticos, el investigador ceilanés llegó a conclusiones parecidas a las expresadas un año después por el escritor británico Graham Hancock en relación con las pirámides egipcias.
No obstante, las tres grandes dagobas fueron construidas mucho más tarde que las pirámides, entre el 161 a.C. y 331 d.C. Su razonamiento, como el de Hancock, es que estos monumentos son vestigios de una ciencia o sabiduría perdida que podría remontarse más de 12.000 años en el tiempo.
Según Susantha Fernando –que falleció a principios del 2015–, en las tres grandes dagobas mencionadas intervinieron los «devas» o «res- plandecientes», seres conectados con el cielo y de carácter divino. El desaparecido investigador ponía como ejemplo la dagoba de Mirisavati, cuyo lugar de construcción habría sido «señalado» por los devas de la siguiente manera: la leyenda cuenta que el rey Dutugamunu o Detugemunu (161- 137 a.C.) esgrimía una lanza con la que había derrotado a sus enemigos tamiles y la arrojó durante unas festividades. Pero cuando sus súbditos fueron a recogerla, no pudieron extraerla del suelo. El monarca asumió que aquel hecho poseía carácter mágico, de modo que ordenó a sus arquitectos que construyeran la dagoba justo en aquel sitio, pues esa debía ser la voluntad de los devas.
La dagoba más antigua de Anuradhapura –y de toda la isla– es la de Thuparama y tiene forma de campana. Es relativamente pequeña en comparación con las ya mencionadas, pues sólo alcanza 19 metros de altura, habiendo sido construida en el año 244 a. C. por Devanampiya- Tissa, nieto del fundador y primer rey budista de la isla. Según la tradición, Mahinda, apóstol del budismo en Ceilán, depositó en esta dagoba la clavícula derecha de Buda.
DIOSES ESTELARES
Aunque las distancias en Anuradhapura son considerables, es fácil recorrerlas a bordo de cualquiera de los tuk-tuk que proliferan en las carreteras que cruzan este territorio sagrado. Así fue como accedí a la de dagoba de Ruwanvali (o Ruwanweli), una de las construcciones más visibles de Anuradhapura, gracias a su enorme cúpula blanca y a que su pináculo superior, bañado en oro, señala a las aclaras que aquella es la morada de las reliquias de Buda.
A medida que me aproximaba, aparecían más devotos, generalmente mujeres ataviadas con sus saris y portando bellísimos arreglos florares, ofrendas que debían depositar alrededor de la dagoba en honor a Buda. Ni siquiera en la India se llegó a edificar una dagoba tan grande como la de Ruwanweli, pues llegó a tener 103 metros de altura y 290 metros de circunferencia. Su base o plataforma ocupaba veinte mil metros cuadrados. El Mahavamsa –libro escrito 600 años más tarde– relata que fueron necesarios unos cimientos especiales para soportar su extraordinario peso, y que se contó con la ayuda de un ejército de elefantes para apisonar el suelo.
El rey Dutugamunu ordenó el inicio de la obra durante el Vesak, el día de la luna llena del mes de Vesa-kha (abril-mayo), bajo la constelación de Visakha. En el budismo, este es un día sagrado, pues se produjron numerosos eventos como el nacimiento del Buda o la posterior llegada de los primeros budistas a Ceilán.
Según el profesor Siran Deraniyagala, del Departamento de Arqueología de Sri Lanka, no se emplearon esclavos para la edificación de la gran dagoba de Ruwanvali, sino mano de obra asalariada. Sin embargo, el rey Dutugamunu no vivió lo suficiente para ver su obra terminada. Poco antes de que se colocara el pináculo sobre la cúpula, en 137 a. C., el monarca falleció. A su muerte, su hermano menor y sucesor, Saddha Tissa, continúo las obras, añadiendo alrededor de la plataforma de la base el conocido como «muro del elefante», en realidad una larga serie de cabezas de estos animales esculpidas de tal modo que los paquidermos parecieran estar sosteniendo el mundo, como en la cosmología budista. Más tarde, se añadieron frontispicios, cuatro estructuras en la base de la cúpula dirigidas a los cuatro puntos cardinales. En sus cámaras interiores se guardaron tesoros y obras artísticas de gran valor, además de imágenes de Buda.
MAYOR QUE LA PIRÁMIDE DE KEFRÉN
Nuevamente, tras un nuevo trayecto por carretera, llegamos a otra de las grandes dagobas, la de Abhayagiri, edificada cien años antes de nuestra era por otro rey budista, Wallagamba o Vattagamini, quien ordenó construirla para celebrar su victoria sobre los tamiles. Originalmente medía ciento diez metros de altura, con un diámetro equivalente. Llegó a ser la segunda dagoba más grande del mundo, sólo superada por la de Jetavanarama. Hoy, algo menguada (76 metros), sigue siendo imponente.
Mientras que la dagoba de Ruwanvali está revocada y pintada de blanco, la de Abhayagiri aparece descubierta, es decir, sus ladrillos rojos son visibles. Ocurre lo mismo que con la más grande de todas, la de Jetavana. Construida por el rey Mahasena (274-301 d.C.), se trata de una de las moles arquitectónicas más impresionantes de las edificadas en el pasado.
Me quedé boquiabierto al llegar a uno de los accesos a esta dagoba, arrastrado por una ingente multitud de peregrinos que la prefieren para realizar sus oraciones y ofrendas, pues se supone que contiene un cinturón que perteneció a Buda. Su construcción se prolongó más de quince años y, originariamente, medía más de 120 metros de alto. Su base tiene 113 metros de diámetro –233.000 metros cuadrados– y 93 millones de ladrillos, alzándose sobre unos cimientos con aproximadamente 8 metros de profundidad.
Tal y como obliga la tradición budista, debimos rodearla descalzos. Su contemplación pausada es un regalo que ilumina el espíritu de cualquier persona, creyente o no.
ÁRBOL «ILUMINADO»
Al atardecer, los peregrinos empezaron a retirarse. Prácticamente solo, disfruté de la visión de aquella cúpula dorada que refulgía bajo los últimos rayos de sol. Curiosamente, este no era su aspecto original. Al parecer, los primeros constructores cubrieron la cúpula con un enlucido de cal y yeso, que contenía conchas marinas, azúcar, claras de huevo, agua de coco, aceites, resinas, arena, arcilla, guijarros y ¡hasta saliva de hormigas blancas!
Este conglomerado proporcionó la impermeabilización necesaria en estas latitudes, siempre a merced de los monzones. También se le añadió arsénico disuelto en aceite de sésamo para evitar intrusiones de insectos y plantas dentro de la estupa. Al día siguiente regresé a Anuradhapura y visité algunas «viharas», escuetos monasterios que sirven de morada para monjes y de santuario para peregrinos y devotos.
Alrededor del siglo IV, estas «viharas» fueron adornadas con grandes estatuas de Buda. Antes, como ocurre con tantos lugares de poder, fueron sede de rituales netamente paganos. Sabemos, por ejemplo, de «danzas de los demonios» que servían para curar las enfermedades. También, que en ellas se realizaban exorcismos al objeto de expulsar a los malos espíritus.
Existen ocho lugares particularmente sagrados en Anuradhapura. Llamativamente, el más importante no es un edificio, sino un árbol, una higuera con aproximadamente seis metros y medio de alto. Se trata del árbol de la Iluminación o Bodhi, del cual se dice que es el más vetusto del mundo.
En concreto, se le atribuye una antigüedad superior a 2.200 años, según las pruebas documentales históricas, evidencias que también documentan que este árbol, siendo esqueje, fue trasladado hasta su ubicación actual desde desde Bodh Gayan, en la India, el lugar donde Buda o Siddhartha Gautama habría alcanzado la Iluminación.
La encargada de supervisar personalmente la arbórea mudanza fue la princesa Sanghamitta, hermana del monje Mahinda, quien a su regreso de la India, con el sagrado esqueje en su poder, fue recibida por el rey Devanampiya Tissa o Devanampiyatissa, al cual no le importó adentrarse en el mar –se dice que hasta el cuello– para asir la reliquia vegetal, tal fue la súbita devoción que le inspiró el presente. Finalmente, la higuera fue replantada en el Mahavihara, el primer y más importante centro monástico de la ciudad. Corría el año 249 de nuestra era.
MIL AÑOS OCULTA
Al acercarnos al muro que rodea al milenario árbol, comprobamos cómo una muchedumbre de fieles depositaba ofrendas florales frente al mítico Bodhi. Resultaba emocionante asistir a un ritual que se ha perpetuado, ininterrumpidamente, a lo largo de más de dos milenios, gracias, sobre todo, a los desvelos de una cofradía o sociedad religiosa que, generación tras generación, lleva cuidándolo desde entonces.
Sin embargo, en 1950 se abatió sobre el Bodhi una desgracia natural. Fue en mitad de una terrible tomenta cuando un rayo lo hirió gravemente y, con ello, sumió en la zozobra espiritual a quienes lo veneraban. Afortunadamente, la intervención de un equipo de técnicos del Instituto Smithsoniano, que viajó expresamente hasta Anuradhapura, restituyó en gran medida la salud de la reliquia, para consuelo de millones de budistas.
En la actualidad, varias horquillas de hierro sostienen las vetustas y pesadas ramas del ficus religiosa. Su tronco se alza entre otros árboles más jóvenes, sobre una plataforma especial rodeada por una bella celosía de plata.
«Algunos otros árboles 'Bo' (diminutivo de Bodhi) de Sri Lanka, Birmania y Tailandia han nacido a partir de las semillas de nuestro Sri Maha Bodhi. Además, la forma de sus hojas ha servido de modelo para diseñar las dagobas de nuestro país», nos explicó uno de los monjes que habitan en el monasterio.
Según las tradiciones, el Buda histórico, es decir, el Sidarta Gautama, visitó Ceilán en tres ocasiones después de su Iluminación bajo el árbol Bo en Bodh Gaya, norte de la India.
Estos viajes, de miles de kilómetros, no los hizo por tierra ni por mar, sino por el aire, montado sobre la mítica águila Garuda que, generalmente, se asocia al dios Visnú. Cerca del árbol Bodhi se yergue un grupo de columnas o pilares que se supone pertenecieron al Palacio Brazen o Lohaprasadaya.
Construido por mandato del rey Dutugamunu, el edificio no se concibió como residencia real, sino para albergar a los monjes encargados de los cuidados del Bodhi. Una tradición cuenta que los planos para su construcción fueron traídos por seres que descendieron del cielo.
El Loha Prasada tenía nueve pisos, cada uno con un centenar de estancias cubiertas de plata y piedras preciosas. Lamentablemente, un incendio acabó con la magnificencia del edificio original, aunque no con el «bosque» de mil seiscientas columnas de ignífuga piedra que constituyen su postrero legado y contemplamos en la actualidad.
La influencia y poder de Anuradhapura comenzaron a declinar en el siglo VII, extinguiéndose por com- pleto doscientos años más tarde. Como ocurrió con otras grandes urbes del mundo antiguo, la ciudad, ya en ruinas, quedó oculta por un tupido manto de vegetación. Para hacernos una idea de su prolongado letargo, sólo fue redescubierta por los británicos bien entrado el siglo XIX, casi ¡mil doscientos años después!
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